Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

domingo, 4 de diciembre de 2016

Inmortalidad, don de la palabra.

Dos meses lleva en los cines de Madrid Historia de una pasión (2016), el firme poema de Terence Davies sobre Emily Dickinson (1830-1886). Este mismo año se exhibía de él también la suculenta Sunset Song (2015), retrato descarnado de la supervivencia de una joven en la granja escocesa de su padre.
Vuelve a ser Hurricane Films la que capitanee este arriesgado proyecto minimalista, cuyo título original es A Quiet Passion, es decir, Una pasión íntima, pues muy discreta fue la vida de esta poetisa norteamericana, nacida y enterrada en Amherst, Massachusetts. 1.789 poemas que forman el corpus de un monólogo de la ermitaña autora consigo misma. Solo ocho publicados en vida, y de manera anónima.
Davies reconstruye, con ambientación impecable de interiores rodados en Bélgica y en la casa museo de la propia retratada, el microcosmos familiar de los Dickinson, cuya vida de sociedad giraba en torno a su iglesia, y cuyas conversaciones no solían trascender del comentario del sermón del domingo. Una estirpe cerrada sobre sí misma, endogámica, recelosa de la apertura, distante. De los tres hermanos, solo el varón se casa, y su padre abogado abona los quinientos dólares oportunos para que no participe en la Guerra Civil. Las dos chicas, Emily y Lavinia, permanecen solteras. Y no solo solteras, sino célibes –como mandaban los cánones--, o sea, para vestir santos (si hubieran sido católicas). Sus monótonas existencias oscilan entre la lectura velada de las Brontë y George Eliot, las horas muertas de salón y los recitales de música y ópera. Emily, especialmente, se volvió más excéntrica, más recluida: hablaba a las visitas desde lo alto de la escalera, para no ser vista. Es muy posible que tuviera agorafobia. Cuando murió su padre, adoptó como luto el color blanco. Emily era una mujer de complexión extremadamente delicada, frágil, y enfermiza, pues sufría del mal de Bright. Esta enfermedad le hacía padecer severamente de la espalda y los riñones, le hinchaba los pies y las muñecas, y le provocaba convulsiones severas parecidas a las de la epilepsia. De hecho, fue la dolencia crónica que acabó con ella a sus cincuenta y cinco años.
“Yo era la más menuda de la casa.
Me quedé con el cuarto más pequeño.
Por la noche, mi pequeña lámpara, un libro
y un geranio.
[…] Nunca hablaba, a no ser que me preguntaran;
y entonces, escuetamente y bajo.
No podía soportar vivir en voz alta;
el bullicio me azoraba tanto…”
En la reconstrucción de Davies, Emily pide permiso a su padre –hasta cierto punto tolerante—para pasar algunas noches escribiendo poesía. Es igualmente el padre el que “autoriza” el envío de alguno de los poemas a un diario. Poco a poco, el espíritu burlón de Emily es el lenguaje de la poesía, convertida en herramienta reflectante de una exclusiva de sí misma. Con paciente rigor, Emily se cose sus propios cuadernillos de papel, donde anota y atesora sus creaciones. Sus grandes inéditos. Poemas breves, crípticos, enrevesados, de puntuación aleatoria.  Y entre una y otra lectura, entre cierta conversación con el reverendo Wadsworth y alguna chanza con la liberal Vryling Buffam, muere el padre de Emily, y luego fallece la madre. Emily se queda de barbacana para fortalecer la otrora inconsistente aquiescencia hacia el látigo puritano: destierra los flirteos de su hermano Austin con cierta dama casada.
Hoy en día, se sospecha que sus poemas de amor de inclinación lésbica pudieron urdirse en loor de su cuñada Susan, compañera de estudios además.
“Me quieres. Estás segura.
No temeré equivocarme.
No me despertaré engañada
una sonriente mañana
para descubrir que la luz del sol
ha desaparecido,
que los campos están desolados,
¡y que mi amada se ha ido!”
En este poema, Emily habla después de que espera que no llegue esa noche en que las sospechas de abandono le hagan “correr a casa” y descubrir con horror que no está quien ama. Se da la circunstancia de que su hermano y su cuñada vivían en la casa de al lado. No se debe negar lo evidente.
Condenada a la progresiva e implacable consunción renal, Emily intenta abrirse las puertas de la inmortalidad y dejar el testigo vivo de su obra a las generaciones futuras.
“No es que morir nos duela tanto.
Es vivir lo que más nos duele.
Pero morir es algo diferente,
un algo detrás de la puerta.”
La “vida segunda de la fama” de la que hablaba nuestro gran Jorge Manrique, es la que quiere para sí la poetisa de Amherst. Los egos pronunciados, pindios, soberanos de sus ínsulas extrañas y desiertas, reclaman eternidad, así en la tierra como en el cielo. Le sucedió, también, a Juan Ramón.
“Jugarán otros niños en el prado,
dormirán bajo tierra otros cansancios;
pero la pensativa primavera
como la nieve llegará a su tiempo.”
La lectura de Juan Ramón, en “El viaje definitivo”:
“Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando.
Y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes el cielo será azul y plácido,
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y lejos del bullicio distinto, sordo, raro
del domingo cerrado,
del coche de las cinco, de las siestas del baño,
en el rincón secreto de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu de hoy errará, nostáljico...
Y yo me iré, y seré otro, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.”
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Si hay una composición verdaderamente atinada de la poetisa de Amherst, es la numerada como 543, donde ella confiesa:
“Temo a la persona de pocas palabras.
Temo a la persona silenciosa.
Al sermoneador, lo puedo aguantar;
al charlatán, lo puedo entretener.
Pero con quien cavila
mientras el resto no deja de parlotear,
con esta persona soy cautelosa.
Temo que sea una gran persona.”
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Historia de una pasión es una película delicada, lenta, perezosa, no apta para todos los paladares. Un largometraje al que atender por segunda vez, para focalizar mejor cada lectura de Dickinson en el entorno concreto en que tiene lugar.
Interpretaciones convincentes del veterano Keith Carradine como Edward, padre de Emily; de Jennifer Ehle como su hermana Lavinia (resplandeciente y perfecta elección de casting) y de Duncan Duff como Austin Dickinson. En cuanto a Cynthia Nixon como Emily, sin ser un ajuste desacertado, e inspirador del guion del filme, no comunica la fragilidad de aquella mujer menuda. Se sobrepone a ella y la hace entera, fuerte, recia como la palmera que solo se inclina ante el dolor de la enfermedad.
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De superior factura es el anterior largometraje de Terence Davies, Sunset Song, basado en un texto clásico de las letras escocesas, debido a Lewis Grassic Gibbon. A principios del siglo XX, una familia numerosa levanta su granja en Escocia. El padre es un individuo déspota y tirano, que amedrenta a sus hijos mayores y no admite más autoridad que la suya. Tiene a su mujer para yacer con ella y engendrar cuantos hijos le envíe el Señor. A su hijo Will lo flagela por el simple hecho de disparar su escopeta sin su permiso. Aquel hogar se convierte en una cárcel, en una olla a presión que, cuando estalla, da pie a varios cuadros muy trágicos. La muerte de la madre provoca la soledad y hastío del patriarca, quien desea cometer incesto con su hija Chris. Afortunadamente, una segunda apoplejía termina con el desalmado empeño. Chris se casa entonces con un muchacho tímido pero apuesto, Ewan. Pasan un tiempo de merecida dicha, hasta que sobreviene la Gran Guerra europea y Ewan es llamado a filas. Durante un permiso, se ve que su carácter ha cambiado enormemente: traspuesto por los nervios del combate, grita, zarandea y viola a su mujer. Parece un saqueador y no un esposo. Está en él el animal de la guerra. Esa bestia humana que desconoce la piedad cuanto más huye de su propio miedo.
Se ha comparado Sunset Song con el cine del maestro Ford. No guarda relación. Ford era pleno lirismo, era un poeta de sentires y sentimientos. La realidad tamizada por la ficción: la caballería, la camaradería, la música tradicional, los bailes, la ironía y el guiño a un mundo que estaba desapareciendo. Davies afronta su relato sobre la Escocia rural sin propósitos mitificadores. Clava la cámara, eso sí, como hacía Ford, y no saca a los personajes del encuadre, ni permite que el público contemple otra realidad. El espectador retrocede en el tiempo y se sumerge de lleno en la historia, sin importarle para nada el presente que deja atrás.
Con elementos folletinescos, el relato avanza con enorme buen pulso. Una película pequeña, modesta, que se acrecienta al exhalar el sabor de lo añejo. Muy a tener presente.
© Antonio Ángel Usábel, diciembre de 2016.