Comencé a creer en Tarantino cuando resucitó el western. Ese género romántico que
cabalga desde la colorada Utah hasta las secas y polvorientas colinas de
Almería. El western han sido, sobre todo, John Ford y Howard Hawks, con su
baluarte de romanticismo en la sólida presencia de John Wayne, el eterno
vaquero. Después llegaron los italianos, con Sergio Leone como general, para
popularizar sus ciclos de serie B. Algunos títulos contaron con actores
norteamericanos que comenzaban o no pasaban de secundarios, como Clint
Eastwood, Lee Van Cleef, Eli Wallach, Jack Elam, Jason Robards, Charles
Bronson, y demás. Incluso intérpretes de talla se dejaron seducir por la marca
Leone, como Henry Fonda (Hasta que llegó
su hora). Los duelos se ralentizaban y volvían interminables. Las miradas,
fijas y retadoras. La música, estridente. Los tiros, como cañones para Córdoba.
La sangre salpicaba por doquier. El Oeste había perdido galanura, glamour, sus grandes
espacios, sus mangas almidonadas y sus barcos del Mississippi, pero ganaba en
credibilidad al retratar a personajes andrajosos, despiadados egoístas, hijos
de mala madre cuyo sudor y su barba roñosa atraían a las moscas. Resurgía en la
pantalla otro western, el de Billy el Niño, los Dalton, los Joe y los Mac.
Películas pensadas para la sesión doble del cine de barrio y el público
estéticamente poco exigente, que se solazaba con Marcial Lafuente Estefanía, Donald
Curtis (Juan Gallardo Muñoz), Silver Kane (Francisco González Ledesma) y otros
buenos escritores desapercibidos.
En 2012, Quentin Tarantino
decidió homenajear ese filtro italianizante de las historias del Pecos y de Río
Grande, y construyó, con guion propio, un prodigio visual, Django desencadenado. Un héroe negro en pos de su chica,
esclavizada en una plantación sureña. Con esta cinta, Tarantino demostraba que
todavía había vida y esperanza para el western. Ni siquiera lo consiguió Clint
Eastwood al dirigir Sin perdón (Unforgiven, 1992), oscura, tétrica y
sosa. Como bien se ha dicho por ahí, Django
desencadenado refleja, al socaire de Mandingo
(1975), mucho mejor lo que fue la lacra esclavista que, por ejemplo, Doce años de esclavitud (2013). Las
peleas de negros hasta la muerte, como si fueran gallos con espolones, los
abusos morales y sexuales a las siervas de color, la sumisión de ciertos criados
a la sola voluntad del amo, renegando así de su raza y siendo más brutales que
el capataz con el látigo, hacen de la propuesta de Tarantino un acierto sin
par, potenciado por una poderosa milimetría visual y una violencia inusitada
que nos despierta a la realidad del mundo. Django
desencadenado fue una gran película, viril, maestra, suculenta, posclásica.
Un delirio de inspiración.
Ahora vuelve Tarantino con otro
western, Los odiosos ocho
(The Hateful Eight, 2015), centrada,
de nuevo, en los cazadores de recompensas y su apuesta errática y miserable. El
realizador recupera las viejas lentes de Ultrapanavisión 70, que se utilizaron
para rodar, por ejemplo, Ben Hur y Lawrence de Arabia, potenciando la
panorámica de los exteriores (si bien, escasos) y alargando en línea de
horizonte una habitación. Dos curtidos veteranos de la Guerra Civil americana (Kurt Russell y Samuel L. Jackson), metidos a cazadores de forajidos, se encuentran
en un camino nevado a bordo de una diligencia. Uno de ellos lleva esposada a
una peligrosa delincuente (Jennifer
Jason Leigh). La ventisca que se aproxima los obliga a refugiarse en la posada
/ taberna de Minnie, donde coinciden con otros individuos. Toda la trama gira
en torno a quiénes son esos personajes, dónde se dirigen y por qué. El ambiente
de encierro forzoso, por el frío, el viento y la nieve, convierten aquel
refugio en un Orient Express o una Ratonera, donde los modos de cortesía se
sustituyen por las miradas desconfiadas y las amenazas directas. Aquella posada
se transforma en una caldera a punto de estallar por una presión excesiva. La
válvula de mal funcionamiento: la dueña de la casa ha desaparecido, y nadie
sabe qué ha sido en verdad de ella. Hasta que aparece una mancha de sangre
sobre el respaldo de una butaca y alguien manipula traicioneramente una
cafetera. Sin perder de vista los colt, Tarantino cede paso a la novela
policiaca. Al misterio a lo Agatha Christie. Para ello se vale del discurso
dramático, pausado, del juego teatral de escenas, de una cadencia sutil, pero
vigorosa. Los odiosos ocho se podría
haber subido, perfectamente, a un escenario. La verdad que hacía falta
recuperar el cine discursivo, donde prime el guion, la palabra unida a unas
imágenes de fuerza muy poderosa. El espectador sabe que al final se encenderá
la traca, el efectismo de las muertes en cadena --la impronta Tarantino--, algo
así como el desenlace en paralelo de la trilogía El Padrino, pero a lo bestia. Y, sin embargo, esa explosión se
justifica plenamente por el contexto: unos hombres armados, de gatillo fácil,
sin amigos, sin otro destino que el de buscavidas. La violencia sin dialéctica
es vacua, cansa si no se justifica. En cambio, se torna sublime exponente de
clausura si responde a la razón de la defensa propia, a la hora de sobrevivir
ante un mundo hostil. Esto lo logra Tarantino sin gran esfuerzo, diseñando unos
personajes amorales, cínicos, escorbutos de la virtud, antagonistas de nadie. No
cabe gastar misericordia con cualquiera de esos hijos de la gran…, esos tábanos
del vagabundeo hacia el inframundo. Esos tipos desastrados, descreídos, solitarios,
pero con coraje, que se han sobrepuesto a las miserias de la guerra y siguen su
contienda particular y anónima.
Excelentes interpretaciones
conducidas por una mano que se ha tomado su tiempo. Cuerpo coral notablemente
orquestado, que se mantiene en una dimensión uniforme. Inmersión argumental, credibilidad
suma.
Con mucha menos aventura y
amenidad que Django desencadenado, Los odiosos ocho es, no obstante, un
filme soberanamente sólido, acabado, de extensa andadura y testosterona. Con su
empaque artesanal, realza el cine de hoy. Otro sobresaliente para Tarantino.
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