Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

domingo, 18 de octubre de 2015

La Catedral del Miedo.

Regresa Guillermo del Toro a la dirección y producción con La Cumbre Escarlata (Crimson Peak, 2015), una historia de terror gótico que aúna el cine de fantasmas con el de psicópatas. En El Laberinto del Fauno (2006), visión retorcida y casquera de la Guerra Civil española, el realizador quiso acostumbrarnos a una violencia excesiva y gratuita: torturados hasta la muerte, dolor, ruina, hambre, oscuridad y tinieblas. Nada que no se hubiera podido contar de otra manera, con similar intensidad, solo con el divino arte de sugerir. El poder de sugestión, superior a la muestra prefabricada directa, es instrumento preclaro de dos factores: el bajo presupuesto, y la maestría del genio. Mankiewicz recelaba de Cleopatra (1963), su mayor superproducción, porque el dinero ahogaba la esencia de la historia, rebatía y estropeaba el intimismo, la complejidad e impulso de los caracteres, y el trabajo de los buenos actores. El teatro de cine, en definitiva.


A las películas de sustos les aqueja, por ende, otro virus contagioso: el de la repetición. Homenajes sentidos y revelados al pasado, que a menudo encubren pobremente la falta de ideas, la escasa innovación, la inclemencia del hastío o un gusto discutible. La famosa pelotita roja que bajaba rebotando los tristes peldaños en Al final de la escalera (1980) –un ejercicio de horror clásico magistralmente filmado por Peter Medak—vuelve a aparecer aquí, en La Cumbre Escarlata. Solo que esta vez no sale de las aguas turbias, sino del prosaico y baldío fondo del pasillo. También está la silla de ruedas victoriana, por si algún fan la echaba en falta. Y la bañera con inquilino de Lo que la verdad esconde (2000).
El filme de Guillermo del Toro se complace en presentar a una jovencita aspirante a escritora, simple e ingenua hasta la irrealidad extrema, hija de papá, a quien seduce un mentecato inventor. El susodicho se la lleva a su depauperada gran mansión inglesa, una especie de casa catedral, de enorme y sombrío vestíbulo, desde donde corren las galerías de Piranesi. El oportunista vive con su hermana, y por la rancia vivienda –desde el sótano hasta el techo-- culebrean a placer esos espectros de tinta, soberanamente esqueléticos y desmejorados. Los fantasmas no nos dejan en paz. Salen por aquí y por allá, debajo del techo, de un armario, detrás de una puerta… Son como los aparecidos de Poltergeist (1982), pero más patéticos y pesados todavía. El primero –con un aspecto embetunado horrible—no es, ni más ni menos, que el de la madre de la protagonista, que murió de cólera. El fantasma, como el del padre de Hamlet, quiere advertir, prevenir de un mal mayor: “Guárdate de la Cumbre Escarlata” (casi repitiendo el eco shakespeariano de “César, guárdate de los idus de marzo”). Si es el espíritu de una madre bondadosa, que quiere y añora a su hija Edith (Mia Wasikowska), no se entiende por qué tan mal hábito y aspecto. Se supone que es un ser benigno, positivo, no un antagonista. Primer fallo garrafal de guion.
El segundo y lamentable error estriba en que los intérpretes no se creen a sus personajes. Quizá por lo inconsistentes, insustanciales, panolis, y más propios de una opereta que de una película de intriga. Se exceptúa la ejemplarizante actuación de Jessica Chastain, en su papel inquietante y perverso de mujer fría y tempestuosa (Lucille). Tom Hiddleston (Thomas) saluda, se inclina, pasa por ahí, va de príncipe a mendigo. La atmósfera, lejos de ser aterradora, es de un barroquismo artificioso. Se ha buscado la hipérbole, lo deslumbrante, para, no obstante, merodear el límite de la iluminación impostada y el cartón piedra. Sobra orientalismo y falta naturalidad, verosimilitud, espacio geográfico, campo abierto, coordenadas exteriores. Error parecido al que ya hubo en el Drácula (1992) de Coppola, con todas esas alturas enormes, esos ángulos sin definir, y esos vestidos bucólicos de jardín japonés. Todo para distraer al espectador de lo esencial: el intríngulis de la novela de Stoker, mucho mejor recreado en las versiones libres de la productora Hammer. A Guillermo del Toro le ha faltado recurrir a The Innocents (Suspense, 1961), y más le hubiera valido, pues el filme de Clayton –académico y sobrio al máximo en su toque británico—es de lo mejor que se puede encontrar en adaptaciones de relatos de misterio y terror. La gasa usada para recortar el campo de captura del cinemascope, la escala de grises para añadir distancia y toque decimonónico al ambiguo cuento largo de Henry James, son aciertos de un cuidadoso admirador del texto como verdadero y venerable escenario dramático.
La Cumbre Escarlata es una historia medianamente entretenida, sumamente aburrida en lo previsible, que mezcla matricidio, uxoricidio e incesto a partes iguales. Y en la imbricación del relato las múltiples influencias citadas, e incluso otras: La heredera (Washington Square: joven apocada e inocente, padre desconfiado), todo el “Giallo” de Dario Argento, y el neogótico de Mario Bava.
En el jardín la nieve se tiñe de sangre, y la casa, apuntalada por el cielo en mitad de la nada, es una lúgubre Reata sin las reses ni la aridez de Texas. Como en un sueño, vuelve la tierra roja de Tara, sin manglares ni magnolias, sin algodón, sin Sur… El lugar orillado desde el mito que acaso nunca conoció tiempos mejores.
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2015.

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