Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

lunes, 28 de enero de 2013

"Amour" (2012): ejecutar al ser querido.

El filósofo, guionista y cineasta muniqués Michael Haneke siempre suele ser extremo en su hacer: no hay un punto medio; o todo, o nada. Su estilo viene seduciendo desde 2001 al jurado de Cannes, y el pasado 2012 volvió a repetir éxito al ganar la Palma de Oro con su filme Amour.



Amour está protagonizada por Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, la musa de Hiroshima mon amour. Así que de un amor a otro: el encarnado por dos ancianos profesores de música jubilados. Cierto día, la mujer sufre una trombosis, que le deja paralizado el costado derecho. Es operada, pero no queda bien, y su degeneración avanza sin tregua: de la silla de ruedas a la cama. No desea ser ingresada en ninguna clínica o geriátrico, por cuanto es su marido quien se encarga de cuidarla. Tienen una hija independiente, que de vez en cuando viene y va. Viven en un piso espacioso, de elevados techos, pero anticuado y triste. La narración se desarrolla toda en interiores.
 
A medida que el personaje de Anner empeora, crece la desesperación y el mal humor de Georges. Contrata a dos enfermeras para que le ayuden en su cometido, pero no queda satisfecho de los resultados. Una es muy joven, antipática y carece del tacto y de la paciencia apropiados. De los porteros de la finca también recibe cierta asistencia para traer o subir la compra.
Dice Haneke que al realizar esta película se propuso “plantear cómo lidiamos con la muerte de alguien a quien queremos”. En efecto, es profundamente lamentable y odioso ver apagarse a una persona amada. Desearíamos que esa persona viviera para siempre y que no tuviera que encarar un doloroso y amargo final. Pero esa quimera no es posible, porque la muerte forma parte de la vida, y cuando alguien muere, alguien también nace en alguna parte.
De por sí, la misma vejez es ya un acto de crueldad. No poder valerse por uno mismo, depender de los demás para todo, es un proceso metabólicamente ruin. Y eso es lo que les llega a los protagonistas de este filme, en grado distinto. Georges, que camina con dificultad y empieza a tener la mirada inquisitiva del futuro demente senil, siente cómo su afable Anner queda postrada en la horizontal, paralizada y medio idiotizada. Un día no lo puede soportar más, y acude a la solución extrema que tanto fascina a Haneke. La “solución final”, ni más ni menos, que era la que seguían los nazis con los seres defectuosos, inservibles e improductivos.



Algún crítico ha insinuado que hace falta estar maduro (adelantarse a los tiempos venideros, más desolados e inhumanos si cabe) para aceptar este largometraje. Si por ello entiende aprobar la muerte de un individuo como “liberación”, sin tener que dar explicaciones a nadie, ni al propio convidado, esperemos que dicha pretendida “madurez” tarde mucho en alcanzarnos.
 
Mas, ¿se puede asesinar a quien se ama? Aunque se vea sufrir a esa persona… ¿se la puede matar con las propias manos? O, en su defecto, para tener las manos limpias, ¿se podría “encargar” su muerte a otro? Sinceramente, a una persona se la puede ayudar a morir, mediante recursos paliativos, pero no se la puede matar y que la conciencia quede tranquila.



Todos hemos visitado alguna vez una residencia de mayores y hemos comprobado cómo aguardan la muerte. Pero, ¿vamos por ello a conducirlos a una cámara hermética y a gasearlos por lo “inútil” de sus vidas? ¿O tenemos que esforzarnos en darles nuestro mayor amor y cariño hasta que se apaguen por sí mismos?

Gran parte del metraje de la cinta de Haneke es un hermoso acercamiento al drama de dos seres condenados a sentirse viejos. Pero el desenlace --la alternativa de una eutanasia activa que la víctima no ha pedido-- estropea todo el conjunto. Se criticó a Mar adentro (Alejandro Amenábar, 2004) por mostrar el suicidio como opción en un caso de paraplejia, pero el caso de Ramón Sampedro no era el mismo: él fue quien pidió y programó su propia muerte. Fue un suicidio asistido, no una ejecución. Cuando alguien que no tiene una vida digna, busca y elige para sí un remedio alternativo y rotundo, puede ser lícito respetar su voluntad como persona. En 2010, Al Pacino protagonizó un intenso y polémico serial televisivo sobre los particulares servicios de Jack Kevorkian, el “Doctor Muerte”. En No conoces a Jack, se ofrecía a pacientes terminales la posibilidad de acabar con su propio padecer activando por sí mismos una máquina de monóxido de carbono. El problema era que al bueno del doctor se le pudo ir la estimación más de una vez conectando a su fatal invento a quien no lo precisaba, por no ser propiamente un enfermo acabado.



Pretender la despenalización de la eutanasia activa podría conducirnos directamente a los umbrales de una sociedad totalitaria, que autorizara el exterminio de individuos “desechables” al margen de criterios íntimos. Algo parecido a lo que se planteaba en La fuga de Logan (Michael Anderson, 1976), la distopía de una estirpe de jóvenes que no rebasara los treinta años.
 
En la cruda secuencia de la muerte de Anner, Haneke se inspira en la de R. P. McMurphy (Jack Nicholson), a quien la mole del jefe Bromden libera definitivamente de las garras de la pérfida enfermera Ratched. En aquel entonces todos nos preguntamos si para volar del nido del cuco, era necesario llegar a tanto. Al final, el jefe Bromden rompe el ventanal y escapa por él. ¿No podría haberse llevado consigo a su colega McMurphy?

Ahora bien, en verdad pueden darse en este mundo situaciones extremas que requieran, en muy breve tiempo, de una respuesta no deseable. Recuerdo una película sobre unos acróbatas del aire --El carnaval de las águilas (1975), creo que era—donde hay una escena terrible en la que un piloto se estrella con su biplano y queda atrapado bajo el aparato. El avión se incendia y él no puede salir. Las llamas comienzan a devorar sus piernas. Un compañero se acerca, pero no puede auxiliarle. En ese momento, se impone el espantoso dilema de dejarlo morir abrasado vivo, o matarlo de un golpe. El camarada –muy a pesar suyo, naturalmente—opta por ahorrarle el suplicio de la hoguera, y lo acaba.
Amour es un considerable y valioso drama sobre la senectud, pero también una película diseñada para un final atroz: la inmolación caprichosa de un ser querido. Sin embargo, no hay placer sin dolor, ni amor sin sacrificio. Amar implica muy a menudo sacrificarse por el ser amado. Alternativa que eligió el propio Sumo Hacedor, recordemos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo unigénito, para quien crea en él no muera, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Por su amor al género humano, sumido en las tinieblas de la apostasía y de la duda, envió Dios a su propio hijo, para que con su sacrificio lo redimiera. Dios perdonó a los asesinos de su hijo y con ello alcanzó la mayor de las misericordias. Y dejó establecida y asentada sobre roca su Misericordia para las generaciones futuras, haciendo a los creyentes depositarios de ese mensaje de reconciliación. Quizá la gran pregunta sea, por lo tanto: si Dios, por amor a nosotros, hubo de hacer sufrir a Jesucristo, ¿no debemos nosotros –en determinados casos justificados-- terminar también, por amor, con el sufrimiento de nuestros seres queridos? Complejísima cuestión, porque el hombre de paz y de buena voluntad está llamado a no hacer daño de ninguna manera.

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domingo, 27 de enero de 2013

"Tabú" (2012), la caricia ausente.

Al finalizar el otoño de la edad media, muchas personas quedan condenadas a sobrevivir con los recuerdos del pasado.  La aniquilante soledad, la desconfianza hacia los demás, y la inquietud por su oscuro porvenir cercenan su mente, cada vez más confusa y agrietada. Es este el tema de la primera parte de Tabú (2012), esa exquisita joya cinematográfica en blanco y negro que nos regala el joven cineasta portugués Miguel Gomes (Lisboa, 1972). El largometraje, tercero de su creador, obtuvo los premios FIPRESCI y Alfred Bauer en el último Festival de Berlín.


La primera mitad de Tabú, sus primeros cincuenta minutos, nos presenta el drama de una anciana senil, llamada Aurora (Laura Soveral), ludópata por efecto del cariño y del amor que una vez tuvo, y que perdió. El juego representa la necesidad de recuperar esa ausente caricia de otro ser humano. La atiende su fiel criada negra Santa (Isabel Cardoso). Cuando falta el dinero en casa, su vecina Pilar se preocupa por ellas y procura ayudarlas. Pilar (Teresa Madruga) es una mujer soltera, madura, altruista y solitaria, cuyo único amigo es un pintor de óleos horribles, un hombre simple, de buen corazón, mitómano e infantil. Ambos coquetean inocentemente el uno con el otro, como figurines desprendidos de un tapiz renacentista. Pilar se vuelca en Aurora, hasta que esta enferma y se la ingresa en el hospital. Antes de morir, la anciana garabatea el nombre y la dirección de una persona, un tal Ventura.

Pilar investiga el paradero de ese Ventura, y lo descubre en un asilo. Entonces Ventura cuenta la historia de Aurora: ella tenía una granja en África, en la falda del monte Tabú… Comienza Paraíso, la segunda parte del drama. Una segunda mitad bellísimamente rodada sin diálogos, con la voz en off del propio Gomes como narrador, con ajustadas canciones melódicas  y estratégicos sonidos cotidianos. Aurora (Ana Moreira) fue una bella mujer sensible, instruida, con un trastorno bipolar, y dueña de una plantación de té. Casada con un compañero de estudios, conoce a unos vecinos, y se enamora de uno de ellos, Ventura (Carloto Cotta), un buscavidas bisexual con el que mantiene una tórrida relación infiel. Ese hombre era el que ella hubiera deseado para sí. Pero Ventura no tiene arrestos suficientes, y decide trazar su propia novela por separado, aun cuando no olvide nunca a Aurora.
La vida nos juega a menudo muy malas pasadas; la de no conocer a la pareja ideal a tiempo, en el momento preciso, es una de ellas. Gomes recrea esos días de ocio vividos en África con acentuada nostalgia y suave romanticismo: las cacerías de búfalos, las reuniones de amigas, los bailes, el grupo musical con Ventura a la batería… Los objetos que ayudan a combatir el esplín, como esa mesa de ping-pong empapada por el aguacero, o el estanque con la cría de cocodrilo, dan un toque de hechizado sentir al desprendimiento de cada tarde.
Tabú, sobresaliente, encierra el don magistral de la sencillez, el lirismo hondo que puede alcanzar el lenguaje fílmico alejado del artificio grandilocuente. Nueva demostración también de que el blanco y negro facilita que la historia adquiera el verismo del reportaje. Son dos películas en una, de las cuales la segunda está llamada a permanecer en la memoria del espectador por la intensidad de un amor recitado. Ciertamente, la experiencia de Ventura y Aurora en África rezuma la completa emoción de las viejas latas de dieciséis milímetros encontradas en el desván. La magia del pasado hecho cine para deleite de quien quiera revivirlo.
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Crítica tibia.

sábado, 5 de enero de 2013

La mar y lo real maravilloso

Voy a recomendaros una película que lleva varias semanas en cartel, de aventuras a la antigua usanza para toda la familia (a partir de siete años): La vida de Pi (Ang Lee, EE.UU., 2012). Es la historia de un muchacho adolescente que tiene que sobrevivir en un bote y una balsa a la deriva en compañía de un tigre. Un guiño a El libro de la selva (Zoltan Korda, 1942), con Sabú, y un verdadero manual de lucha para sobreponerse a cualquier adversidad: la muerte de toda la familia, el castigo del sol y del salitre, la superioridad del hombre sobre la bestia. Centrada, como Náufragos (Lifeboat, 1944) de Hitchcock, en un reducidísimo espacio en alta mar, la película de Lee es de una belleza sorprendente y a la vez cautivadora.
Pi, para evitar ser devorado por el tigre, que formaba parte del zoo de su padre, se construye una balsa que amarra a la barca salvavidas donde anida el feroz animal. Debe conseguir alimentar al tigre con atunes y todo tipo de peces, para evitar que se le eche encima y lo devore a él. Un juego de suspense magníficamente planificado y fotografiado, con espectaculares escenas de conatos de defensa y ataque, y con la impronta de una fábula moral impregnada de lo real maravilloso: el majestuoso porte de los tiburones ballena, los bancos de peces y de medusas fosforescentes, la nube de peces voladores, la isla de helechos ácidos.  Más de doscientos veinte días en el océano, en una ardorosa gesta inspirada por clásicos como las narraciones de Salgari, El viejo y el mar, de Hemingway, y Relato de un náufrago, de García Márquez.  Cine verdaderamente añorado y agradecido.
Una película con fondo neoexistencialista: nada en la vida queda. Todo muda. Día tras día se queman etapas, y ninguna de ellas vuelve. Cualquier cosa es relativa: el primer amor, las amistades, el presente y los planes de futuro. Cuando venimos al mundo, estamos solos. A solas con nosotros mismos, con nuestro aprendizaje y nuestra valoración de la realidad. Debemos aceptar este hecho para no hundirnos ni sucumbir. Quizá, allá arriba, Dios cuida de nosotros, pero no lo vemos, y nada puede hacer si no nos preocupamos por nuestra supervivencia y bienestar.
***
El largometraje de Ang Lee adapta una novela del autor canadiense Yann Martel, publicada en septiembre de 2001. A su vez, Martel tomó ideas de la novela corta Max y los gatos (1981), del brasileño Ian Moacyr Scliar, historia de un judeo-alemán que se aventura en el océano en compañía de un jaguar. El guion de la película es obra de David Magee.


jueves, 3 de enero de 2013

Hitchcock: la seducción de la imagen.

La revista Esquire (‘Hacendado’, nº 59, enero de 2013) dedica su portada y un excelente reportaje interior de Javier Márquez Sánchez a Alfred Hitchcock, sin duda el director más popularmente apreciado y uno de los primeros en sentenciar que el lenguaje del presente y del futuro estaba en el diseño de la imagen, y no en la palabra. Entre 1925 y 1976, el mago del suspense rodó 65 largometrajes, casi a uno de media por año. Curtido en el cine mudo, y educado en una férrea moral católica bajo la estricta y acusadora mirada de su madre (“El mejor amigo de un muchacho es su madre”, solía deslizar en sus filmes más emblemáticos, como Extraños en un tren, Psicosis o Marnie, la ladrona), Hitch creó un lenguaje visual propio, para desarrollar unos temas donde encerraba sus obsesiones: el temor a ser perseguido y acusado sin motivo (Recuerda, Yo confieso, Falso culpable, Con la muerte en los talones), fruto de una broma pesada de su propio padre, que le hizo encarcelar de niño durante cinco minutos, y que le llevó a sentir terror por los policías y a no sacarse nunca el carnet de conducir para no ser multado; la represión sexual (Psicosis, Marnie, Frenesí); la mujer-objeto y la mujer-modelo como ideal inalcanzable (Vértigo); la tortura física o psicológica de la bella (Encadenados, Atormentada, Los pájaros); la homosexualidad latente (Extraños en un tren, La soga); el héroe sobrevenido (Alarma en el expreso, Atrapa a un ladrón, La ventana indiscreta, Cortina rasgada).

El cine de Hitchcock habla con facilidad a todo el mundo porque es portador de mensajes subliminares que mucha gente, en cierto grado, comparte. Cuando se rodaba La ventana indiscreta, el realizador, fascinado con los pies de Grace Kelly, pasó más de una hora repitiendo tomas de planos cortos de la actriz calzándose, que después ni siquiera insertó en el metraje definitivo. Los hombres más atractivos y atrayentes de sus películas suelen ser los malos, que siempre aparecen como educados y seductores (Joseph Cotten en La sombra de una duda, Ray Milland en Crimen perfecto, James Mason en Con la muerte en los talones). El gran dilema al que se enfrentó Hitch fue el de convertir o no a Cary Grant en asesino de mujeres adineradas en Sospecha. Al final, decidió que Cary siempre debía ser bueno, y lo exoneró del crimen.

Bromista hasta la médula, era habitual su coqueteo con el humor negro en sus prólogos de la serie de televisión “Alfred Hitchcock presenta”. El también director Peter Bogdanovich cuenta cómo le gustaba impresionar a la gente que se subía con él a un ascensor, relatando en una conversación crímenes atroces. Para captar claramente el horror en la faz de Janet Leigh al descorrer la cortina de la ducha, se dice que el director se bajó los pantalones. Y para su sepultura estuvo a punto de dictar lo que le soltó el agente que lo retuvo de pequeño: “Esto es lo que les ocurre a los niños malos”.


Cientos de veces imitado (Brian de Palma en sus acartonadas reverencias, Fritz Lang en Secreto tras la puerta, William Dieterle en Jennie, Henry Hathaway en Niágara y en A 23 pasos de Baker Street, Otto Preminger en El rapto de Bunny Lake, Mario Bava en Operazione Paura, Paul Verhoeven en Instinto básico, Michael Haneke en La pianista), pero pocas veces igualado (Billy Wilder en Testigo de cargo), el “estilo Hitchcock” es una marca de originalidad y de genialidad irrepetibles en la Historia del Cine. Hasta el maestro Ford le rindió su mínimo tributo en detalles argumentales de Dos cabalgan juntos (la caja de música que el indio salvaje recuerda justo cuando va a ser colgado) y El sargento negro (el ultraje de una muchacha por un reprimido). Sus películas, redescubiertas en cada nuevo visionado, atraen como el misterio de una cueva a un niño.