Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

domingo, 21 de abril de 2013

La soledad en compañía.

“Al país de Dorita te lleva un canuto de marihuana./ María y Dorita son primas-hermanas./ Vamos a mover el jazz./ Tráete a tu novia Carla,/ o déjala en la cama./ Tú, ella y mi tío./ Lo demás será aburrido”. Estos versos que he improvisado describen a la perfección el espíritu libérrimo de On the Road –novela y película--. En 1980, Francis Ford Coppola adquirió los derechos cinematográficos de la narración que Jack Kerouac consiguió finalmente publicar en 1957. Su testimonio autobiográfico de unos jóvenes veinteañeros, hijos de inmigrantes europeos, que deciden llevar una vida errabunda y desinhibida a finales de la década de 1940, lo tenía compuesto desde 1951 en un rollo de papel de calcar de treinta y seis metros, con 175.000 vocablos y ningún punto y aparte. Como en un tema de jazz, el argumento se desarrollaba sin pausas, espeso, sin turno de réplica. Los editores accedieron a darle salida, pero con la condición de darle apariencia gráfica más convencional. El rollo original no vio la luz hasta el cincuentenario (Nueva York, Viking Penguin, 2007). En España, Anagrama lo publicó en abril de 2009, con traducción de Jesús Zulaika, y separaciones en los diálogos. Para entonces, Kerouac ya llevaba cuarenta años muerto.
 
Veinte días de un mes de abril le llevó al autor redactar On the Road. Treinta días más para introducir ligeras enmiendas al texto mecanografiado. Neal Cassady, rebelde inconformista, erotómano aparcacoches, es una especie de aventurero sin rumbo, a lo London y Conrad, pero sustituyendo el mar y los bajeles por la carretera y la velocidad de los coches robados. Hay cosas que solo se deben hacer en la juventud, esa época para algunos incierta cuando aún no se sabe qué hacer en la vida, qué objetivos alcanzar. En el viaje está el aprendizaje, la oportunidad de ver mundo y calibrar la propia conciencia. Neal arrastra con él a varios amigos escritores, que van saltando de Nueva York a Denver (Colorado), a Luisiana, California, México y otros puntos de aquella geografía. Neal tiene impulsos autodestructivos; huye, quizá, de lo que la vida no le ha dado. Como los surrealistas, es bisexual y le gusta compartir a su mujer con los camaradas. Su proclama: “Tenemos que admitir que todo está bien, y que no hay necesidad de preocuparse por nada, y de hecho eso debería hacernos COMPRENDER que EN REALIDAD no nos preocupa NADA”. Vivir al límite, sin mirar atrás, porque el pasado no existe. Tampoco las responsabilidades burguesas, que atenazan a los individuos y les vuelven sumisos y serviles.
 
Coppola ha encargado la realización de On the Road (2012)–con guion de José Rivera—al director brasileño, especializado en road movies, Walter Salles (Diarios de motocicleta, 2004). Es un viejo proyecto que nadie se decidía a acometer, puesto que la generación beat no recibe la aprobación del modo de vida americano. Hay escenas arriesgadas y “escandalosas” en el libreto, como felaciones veladas, homosexualidad activa, desnudos de exhibición, y tríos. La película no hubiera pasado por un código severo de censura hace quince o veinte años. El rastro de desarraigo que va dejando la acción de Salles se inspira, no obstante, en piezas soberbias, como Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967) o La huida (Sam Peckinpah, 1972), solo que aquí la delincuencia es de poca monta y se reduce al hurto de gasolina o de comestibles. No se trata, además, de hacer la guerra a la sociedad, sino de revolcarse en sexo, música, alcohol y drogas.

Los nombres de los personajes se han cambiado respecto del manuscrito: Neal Cassady es, en el filme, Dean Moriarty; Kerouac pasa a llamarse Sal Paradise; Louanne Henderson es aquí Marylou; Carolyn Cassady es Camille; Allen Ginsbert es el poeta homosexual Carlo Marx; Bea Franco es Terry; Helen Hinkle es Galatea Dunkel; William S. Burroughs es Bull Lee.

El punto de vista narrativo respeta el de la novela: Sal –aspirante a escritor-- es un admirador del bravo Dean, quien le hace salir de su cubil en Nueva York, donde mora con su madre canadiense y francófona, para que recorran, juntos o en solitario, Estados Unidos. Sal se lleva consigo su ejemplar de Por el camino de Swann (1913), de Marcel Proust. El novelista francés propone el arte como forma de superación de la soledad; la novela es la deconstrucción del ser, cuyas reflexiones, selectivas y nostálgicas, alumbran un relato discontinuo en bosquejos. Algo parecido ofrece Sal / Kerouac: miscelánea escogida de la vida apache, hoy aquí, mañana allí, bien antes o después. El muchacho del saco al hombro que recoge algodón o descarga vagones para ganarse unos dólares, mientras ve cómo el jefe guerrero Dean tiene dos mujeres y no se queda con ninguna. Una de ellas, Marylou, es voyerista y ninfómana. Se acuesta con Dean y con Sal a la vez, y también con Sal solo. Luego, divorciada de Dean, pero uniéndose a él cuando le apetece, convence a un marinero para que la despose. Moriarty, para ganarse un dinero, se acuesta con un viejo marica, mientras Carlo el poeta –colado por sus huesos—tiene que contentarse con besos robados. La película termina con Sal Paradise asentado en Nueva York, despidiéndose de un Moriarty famélico y enfermo, y comenzando el rollo de On the Road.
Pasada la juventud no quedan más que dos alternativas: serenarse y sentar cabeza en solitud; o hacer lo mismo para formar una familia. Lo contrario no tiene futuro.
La película de Salles son dos horas de cine digno, planificado con pulso, clásico en su factura, de impecable ambientación en la posguerra americana, brillante encuadre y fotografía (soberbio el mundo rural) y muy acertado reparto: Sam Riley (como Sal); Garrett Hendlund (Dean Moriarty); Kristen Stewart (una inmejorable Marylou); Kirsten Dunst (Camille); Viggo Mortensen (Bull Lee).

La banda sonora, firmada por Gustavo Santaolalla, posterga demasiado la música de esos años. Hay poco jazz y blues. Es, seguramente, el mayor defecto de la película con relación a la novela. Aunque no suene tanto jazz como en Rayuela, de Cortázar.
Jack Kerouac nunca encontró la paz. Renegó del catolicismo y se volcó en la filosofía oriental, en el Zen, como alternativa al materialismo insidioso y alienante de Occidente. Sin embargo, nada más combustible que el alcohol que bebió y la marihuana que fumó. Dejó este mundo el 24 de octubre de 1969, en un hospital de Florida. Tenía cuarenta y siete años. Se fue convencido de que su vida había sido un fracaso, desconfiando de sus antiguos compañeros de andanzas; murió beat, no feliz, sino golpeado, derrotado.

domingo, 14 de abril de 2013

"For Greater Glory"- "Cristiada" (2012).

En México, Iglesia y estado andan reñidos desde que Benito Juárez comenzó la expropiación de los latifundios que pertenecían a las órdenes religiosas para dárselos, no al pueblo, como cabría esperar, sino a los ricos comerciantes de las ciudades, que eran los únicos que tenían plata para comprar tierras. Eso sucedía en julio de 1859. La Iglesia montó en cólera pues se vio desprovista de sus privilegios: además de heredera de bienes raíces, intervenía hasta entonces en los asuntos de gobierno. Todo eso se acabó, porque iba a comenzar la secularización de la sociedad mexicana, al menos de las clases medias, mientras el pueblo llano, mísero e ignorante, quedaba al abrigo de unos cuantos clérigos de aldea, tan humildes como el que más.
 
 
Cuando se desató la revolución zapatista, la oligarquía reinante advirtió que el altruismo podía llegar demasiado lejos. El de Morelos se negaba a entregar su arsenal hasta que no se repartieran tierras entre los campesinos. Con armas, se podía exigir; sin ellas, se estaba vendido. En 1910, había 840 hacendados en el país, dueños ellos solos de setenta y ocho millones de hectáreas. El 95% de los agricultores no tenía propiedad. Un 1% de terratenientes concentraba el 97% de la tierra cultivable. Quince haciendas señoreaban millón y medio de hectáreas productivas. Si bien la Iglesia había ejercido de poder fáctico, guardaba cierta lealtad a ciertos principios evangélicos. Los oligarcas herederos de las reformas constitucionales la temían, pues tras ellos se parapetaban los intereses creados de los terratenientes. Hablaban del pueblo, pero no sabían lo que era, o no querían saberlo. La mayoría, por miedo o por ambición, hacía el juego al potentado de turno. En el mensaje cristiano, bien entendido y puesto en práctica, había mucho peligro. Como escupe cierta emisora de radio en las páginas finales de Bajo el volcán, de Malcom Lowry: “--¿Quiere usted la salvación de México? ¿Quiere usted que Cristo sea nuestro Rey? –No.” (Roberto Bolaño también recoge la cita en Los detectives salvajes). En esa misma novela famosa de Lowry se lee que Cristo no murió en la cruz, sino en Cachemira.
 
 
Los estadistas que surgieron de la revolución habían elaborado en 1917 una interesante Constitución que abogaba por la devolución de las tierras a sus legítimos propietarios --los campesinos--, la reducción de la jornada laboral a ocho horas, el derecho de huelga, y el freno a la intervención extranjera en el control de los recursos naturales. Cuando, en 1924, Plutarco Elías Calles llegó al poder, se empeñó en subrayar la laicidad del estado, emprendiéndola contra el proselitismo católico y prohibiendo la libertad de su culto. Comenzó una contundente persecución religiosa: los curas no podían distinguirse en público, se hizo un censo de ellos así como inventario de los bienes de las parroquias. Se les apartó de la enseñanza en las escuelas rurales, y José de Vasconcelos envió en su lugar a maestros laicos, dependientes del gobierno. La Iglesia católica reaccionó decretando unilateralmente el cese del culto en los templos. A la par, se recogían firmas para someter la “ley Calles” a plebiscito. El congreso mexicano rechazó la solicitud, y en enero de 1927, en toda la meseta del noroeste, desde el Bajío a Michoacán, se alzaron en armas importantes grupos de peones y aparceros al grito de “¡Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe!” Eran los cristeros, católicos decididos a defender sus derechos. Entre sus filas, varios sacerdotes, y antiguos villistas y zapatistas. Su distintivo era una cruz que colgaba sobre su pecho. El gobierno contraatacó obligando a la tropas federales a ensañarse: muchos cristeros fueron ahorcados de postes de telégrafos. Esto encrespó a las masas y el movimiento cristero ocupó también el centro del país. Los guerrilleros católicos necesitaban un líder, y lo encontraron en Enrique Gorostieta, un ex caudillo revolucionario. Bajo el mando de Gorostieta como general en jefe, los cristeros ocuparon Durango en abril de 1929. Los soldados de Cristo la emprendieron contra hacendados y maestros de escuela, a quienes se consideraba acólitos del régimen impío.
 
 
Los norteamericanos no vieron con buenos ojos la progresión de una nueva guerra civil en México. Estados Unidos tenía muchos intereses económicos allí. Nada menos que 794 millones de dólares invertidos en 1911. Gran Bretaña no se quedaba corta tampoco, con sus 130 millones de libras esterlinas. ¿En qué se metió dinero? En minería, vías férreas y petróleo. México producía el 22,7 % del crudo mundial. Cuatro millones de barriles en 1910, y hasta ciento cincuenta y siete millones en 1920. Los ingleses eran los más interesados en controlar el petróleo, porque ellos, a diferencia de los norteamericanos, tenían menos. No obstante, la iniciativa para parar el conflicto llegó de la Casa Blanca. Washington actuó de intermediario entre Plutarco Calles y el Vaticano, dejando de lado a los cristeros. La Iglesia se avino a esta mediación, pues no quería que la identificaran con la violencia. Y así, mientras Gorostieta combatía con unos veinte mil voluntarios en nombre de Cristo Rey, la Iglesia pactó un acuerdo con Calles: se respetaría el culto y la Iglesia como institución, pero la enseñanza quedaría bajo control laico. Los cristeros tuvieron que deponer las armas. Por el camino, ochenta mil vidas en tres años. Su insurrección rebrotó en 1932, e incluso alcanzó el año 1938. Lauro Rocha fue su último gran caudillo.
 
 
El problema de la revolución mexicana, su laicismo y demagogia, lo sintetizó muy adecuadamente Octavio Paz al explicar que “los hombres que encabezaban los movimientos de liberación, salvo unas cuantas excepciones como la de Bolívar, se apresuraron a tallarse patrias a su medida: las fronteras de los nuevos países llegaban hasta donde llegaban las armas de los caudillos. Más tarde, las oligarquías y el militarismo, aliados a los poderes extranjeros y especialmente al imperialismo norteamericano, consumarían la atomización de Hispanoamérica. Los nuevos países, por lo demás, siguieron siendo las viejas colonias: no se cambiaron las condiciones sociales, sino que se recubrió la realidad con la retórica liberal y democrática. Las instituciones republicanas, a la manera de fachadas, ocultaban los mismos horrores y las mismas miserias” (v. Los hijos del limo). La revolución fue popular y auténtica en sus principios, con Villa y sobre todo con Zapata, pero pronto se torció por la falsa demagogia política, cuyo entramado no tenía nada que ver con lograr una parcela con la que quitar el hambre. En palabras del propio Emiliano Zapata: "El campesino tenía hambre, padecía miseria, sufría explotación y si se levantó en armas fue para obtener el pan que la avidez del rico le negaba... Se lanzó a la revuelta no para conquistar ilusorios derechos políticos que no dan de comer, sino para procurar el pedazo de tierra que ha de proporcionarle alimento y libertad, un hogar dichosos y un porvenir de independencia y en agradecimiento". La separación irreconciliable entre poder y caudillos populares fue magníficamente reflejada en el poderoso guion que el novelista John Steinbeck escribió para el filme de Elia Kazan ¡Viva Zapata! (1952).
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Ahora llega a los cines un largometraje de casi dos horas y media, For Greater Glory. The True Story of Cristiada (‘A mayor Gloria. La verdadera historia de la Cristiada’, 2012). Está dirigido por un técnico en efectos especiales, Dean Wright, y protagonizado por Andy García en el papel del héroe Enrique Gorostieta. En los últimos tiempos, estamos asistiendo a un repunte del cine religioso de vertiente dogmática. En 2011, la blanda Encontrarás dragones (There Be Dragons), de Roland Joffé, una hagiografía del joven Josemaría Escrivá de Balaguer durante la Guerra Civil española y su huida por el Pirineo. Lo único reseñable de aquella cartilla panfletaria del Opus era la belleza apabullante de Olga Kurylenko.
 
For Greater Glory ha sido saludada como película de obligado visionado por ABC (Juan Manuel de Prada) y La Gaceta (José Javier Esparza). El Mundo (Francisco Marinero) se desvincula totalmente de este criterio y la pone a parir, hablando de su “martirologio de estampita” y de su concepto masoquista de la experiencia de la fe. En cierto modo, apoyo esta moción, pues la primera parte del filme se resiente de la omnipresencia de los signos ostensibles del credo: tallas votivas y Jesucristos con el Sagrado Corazón a diestro y siniestro. Parece como si las imágenes piadosas fueran el principal estímulo. No olvidemos, sin embargo, que estamos en Hispanoamérica, donde la tendencia es ver representado a Dios para creer en Él (un efecto del sincretismo cultural y cultual de antaño).


Ahora bien, For Greater Glory no es un filme vacuo, fallido e inconsistente, como sí lo era Encontrarás dragones. Es, probablemente, la mejor película de Andy García en un papel central, pese a que al comienzo su personaje se parezca demasiado a Alfredo Landa con bigote. No estamos de acuerdo con Francisco Marinero en que las escenas de acción no estén bien resueltas, y que sean “malas imitaciones de westerns”. A nuestro parecer, son serias, creíbles, duras y efectivas. De hecho, lo mejor del metraje. Mantienen la tensión dramática de un duelo atroz. Las secuencias de tortura infantil sí se las podían haber ahorrado, porque recuerdan demasiado a Fabiola del Cardenal Wiseman y similares. Pero es del todo evidente que la defensa de la libertad de fe tiene sus mártires y que dicha libertad religiosa no se consigue fácilmente: “Bienaventurados seréis cuando os insulten y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de calumnias por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque será grande vuestra recompensa en los cielos” (Mt 5, 11-12). Hoy en día, los cristianos son acosados brutalmente y represaliados en muchas partes del mundo, y aun en nuestra propia sociedad occidental –con una base indudablemente cristiana—se mira a menudo con malos ojos (ojos de desconfianza) a quien profesa su fe. Hoy solo se puede ser laico, pues la práctica del catolicismo es una lacra intolerable de un pasado represor. Ahí está de triste muestra la animadversión hacia las capillas de la Ciudad Universitaria de la Complutense de Madrid. Las quieren cerrar como incómodo residuo del pasado antidemocrático.

 
Esparza atina al establecer que el valor de For Greater Glory reside en el levantamiento popular para cambiar una mala política. Al fin y al cabo, “la salvación no nos vendrá de los obispos, ni de los generales, ni de los banqueros y, menos aún, de los políticos, sino de la capacidad de compromiso del pueblo con su fe y sus principios”. El que algo quiere, algo le cuesta. De no ser por los cristeros, la Iglesia católica hubiera sido expulsada de México, y su culto extraviado. Fue la contundente respuesta popular a esa fuerte amenaza la que condujo a Calles a replantearse su actitud ominosa. Ahora bien, como segunda parte, ¿es lícito emprender una guerra para defender al Príncipe de la Paz? ¿Es correcto recurrir a la violencia en nombre de Dios y de la religión? ¿Puede Dios estar con un bando determinado, el de los “justos”? Años después, Gandhi diría: “No hay camino para la paz. La paz es el camino”. Cuando Abraham Lincoln decidió devolver la afrenta de la Confederación, lo hizo creyendo hallarse del bando protegido por el Creador en aras de una causa noble: la abolición de la esclavitud. Creía en los designios divinos, que Dios dirigía e intervenía los asuntos humanos. Es más, Lincoln temblaba por su país al recordar que “Dios es justo”. Un dilema difícil y polémico.


 La figura del anciano Padre Christopher, fusilado en los primeros minutos de película, representa muy bien el deber de un sacerdote católico: dar la vida por Cristo si es necesario. Un ministro del Señor no puede tomar las armas; puede acoger al perseguido, pero nunca matar.


 For Greater Glory ha costado cerca de 110 millones de pesos y es la película más cara realizada en México. El guion es de Michael Love, y la producción de Pablo José Barroso, artífice también de El gran milagro (2011) y Guadalupe (2006). Según rezan los títulos de crédito, hubo sacerdotes en el plató, sin duda para obrar de asesores y atender las inquietudes devotas de los participantes.
Merece que destaquemos, así mismo, la correcta interpretación del compositor, cantante y actor Rubén Blades como el presidente Elías Calles. Diez minutos de un demacrado Peter O’Toole como el Padre Christopher demuestran que la veteranía no se extingue ni en los peores momentos.
Hay una secuencia del filme de Wright que debió de resultar muy dura de rodar si se es sensible y creyente: los federales asaltan una iglesia, sacan al exterior una gran talla de Jesús crucificado y la arrojan a una hoguera, para que se consuma. Recuerda mucho la del Cristo que se salva del templo románico expoliado e incendiado por los almorávides en El Cid (Anthony Mann, 1961). En aquella ocasión, fue Rodrigo Díaz de Vivar quien ejerció de salvador de la fe. En esta, serán los cristeros los nuevos cruzados.
 
La película de Wright –de ritmo vigoroso-- no es hagiográfica, aunque incide muy poco en algunos desmanes cometidos a las órdenes del cura José Reyes, como el incendio de los vagones de un tren con los pasajeros dentro, hecho que se liquida en unos segundos y con escaso dramatismo. Tampoco se ven los asesinatos de los maestros de escuela enviados a las provincias por el gobierno, y que constituían una amenaza tanto para los latifundistas como para los opuestos a la secularización educativa. Digamos que la trama es poco equilibrada, sin pecar –ya que hablamos de Iglesia—de tendenciosa del todo.

Al final se dice que muchos de los martirizados fueron beatificados por Juan Pablo II y Benedicto XVI.
En definitiva, un filme entretenido, con cierto pulso vibrante en la acción bélica, aunque sometido a una tesis que aborda sin los suficientes equilibrio y distanciamiento, lo que lastra el guion y el encuadre con una retórica visual demasiado añeja y trasnochada.
Críticas de "For Greater Glory" (2012)

miércoles, 10 de abril de 2013

Libertas, heroína de la resistencia alemana.

La revista digital Tarántula (de muy reciente andadura) ha tenido a bien publicar mi reportaje El cuerpo número 37, sobre la actividad clandestina de Libertas Schulze-Boysen y su marido Harro en Berlín, durante el ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial.
 
 
La resistencia de los propios alemanes contra la barbarie nacionalsocialista es muy poco conocida y valorada fuera de Alemania. Películas como Sophie Scholl. Los últimos días (Marc Rothemund, 2005) están dando a conocer las acciones de grupos como La Orquesta Roja y La rosa blanca.
 
Se trató de organizaciones escasamente organizadas y que fueron desarticuladas pronto.
 
En el caso particular de Libertas, tiene cierta vinculación con el mundo del cine, pues era la delegada y publicista de la Metro-Goldwyn-Mayer en Berlín. Escribió exitosos artículos sobre estrenos cinematográficos, presentó películas de la mítica productora, y aprovechó su contratación por el Ministerio de Propaganda para labores de espionaje para los servicios secretos soviéticos.

Si quieres saber más sobre ella, lee mi reportaje.