Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Su último suspiro: la oración del ateo.

El 29 de julio de 1983 “desfallecía” en México Luis Buñuel. Han pasado treinta años. Y aún da para mucho que hablar el más provocativo y original de los directores cinematográficos españoles. Sus películas, aun cuando no se vean hoy con la inocencia carmelitana de su época de estreno, no dejan indiferente. Sacuden, pervierten o hacen reír. El surrealismo banalizaba el humor del absurdo, y hay escenas en Buñuel que rivalizan con lo mejor de Buster Keaton o Harold Lloyd: el abuelete, desnudo y tieso en su cama, con los botines que hacía calzar a la criada en las manos; el necrófilo marqués que se masturba bajo el ataúd de la puta a la que ha contratado; el masoquista que se hace azotar en la posada de provincias; el pelele irredento, una y mil veces burlado en el amor; los burgueses que se sientan sobre inodoros en la mesa, mientras sacian su gula en el excusado; el jeta que juega al tute con ama y doncella; los monjes que fuman en la timba; el Cristo que ríe, y no gime y llora en esta cansada hora; los invitados que no pueden abandonar un salón…




Buñuel trastoca el orden esperado de las cosas; derriba un muro de convenciones y las ofrece al revés, como Lewis Carroll. Cuando fue invitado a Los Ángeles, a los estudios de Culver City, no hizo cine, pero vendió algunas escenas de humor a los astros cómicos de entonces. El surrealismo, sin abandonar el drama, tiene mucho que ver con la payasada: a su principal mecenas, su madre, enferma en sus últimos años de demencia senil, el cineasta entraba a saludarla, le daba un beso y una revista; la mujer la hojeaba con curiosidad; luego Luis se la quitaba y le daba otra, que en realidad era la misma; su madre repetía el mismo tono monocorde, pasando las páginas y reparando de nuevo en las mismas fotografías; cuando su hijo salía de la estancia y regresaba acto seguido, ella volvía a sonreír como si no lo viera hacía tiempo. Parece una escena sacada de una tira cómica de cine mudo. Y, no obstante, tan real, y tan dramática.
Vamos a repasar la vida y la obra de Luis Buñuel acompañados de su magnífica autobiografía, Mi último suspiro (Mon dernier soupir, 1982), escrita al dictado por su guionista-fetiche, Jean- Claude Carrière.

Este “ateo, gracias a Dios”, retratado –por aquello de que hoy en día hay que simplificar todo, para que haya que pensar menos-- como un puerco asilvestrado por Juan Manuel de Prada en Las máscaras del héroe (1996), pendenciero, socarrón que andaba eructando y blasfemando a todas horas, nació con el siglo en el pueblo turolense de Calanda, un 22 de febrero de 1900. Deslumbrado por la vida y cegado en su fulgor por los fósforos de la muerte, el niño Buñuel era capaz de quedarse extasiado ante el cadáver hinchado y maloliente de un burro, el mismo que presta su mala estampa en Un perro andaluz (1928), el primer gran “corto” surrealista. En casa, criaba ratones, costumbre que se fue afinando con los años, hasta apadrinar cuarenta ratas de alcantarilla bien hermosas, que debían de suponer para el genio la inteligencia sucia, la divina presencia en un cuerpo mezquino. Fustigador del clero simoníaco, el joven Luis se rodeaba de falsas jocalias y representaba el tríptico del Cordero Místico ante sus hermanas: “Yo jugaba a decir misa”. En Madrid, siendo residente de la Colina de los Chopos, salía muchas veces disfrazado de sacerdote a la calle, dispuesto a confesar y a absolver. Con la misma presteza, se entraba en un urinario público para excitar la imaginación de cualquier marica, al que luego él y sus acólitos más machotes refregaban de una tunda a la salida. Recio, atlético, hercúleo, machista, pero también con una sensibilidad a flor de piel, capaz de apreciar los embelecos de la poesía y de las artes, y de dejarse subyugar por el talento femenil de Lorca y Dalí. Como Pérez Galdós, a quien admiraba, conoció en vida y adaptó, era un agnóstico encariñado con la sed de justicia del cristianismo. Ahí está Nazarín (1959). Ahí, también, la historia de los heterodoxos de La Vía Láctea (1969). Sin embargo, Buñuel pensaba que el cristianismo se queda en la cáscara, ya que no redime a nadie de las miserias de esta vida. La secuencia más elocuente de las rodadas por el director corresponde, a mi entender, a Viridiana (1961), cuando la misericordia de Jorge (Francisco Rabal) hace que rescate a un perrillo atado a una carreta y semiasfixiado por el cordel que tira de su cuello. Instantes después de esta salvación, pasa en sentido contrario otro carro, con otro can en iguales condiciones. Luego no se cumple la máxima judía de que quien salva una vida, salva al mundo entero, aunque la dádiva sea, al menos, un bello principio.

Uno de los lugares preferido por Luis para tertulias, reflexiones y reposos, era el monasterio de El Paular, en la sierra madrileña, ayer como hoy en estado de creciente abandono. Le gustaba el silencio y el recogimiento de El Paular. Sobre Cristo, decía algo muy curioso, nada exento de una verdad como un templo: “Cristo se ha ido apoderando poco a poco de un lugar privilegiado con relación a las otras dos personas de la Santísima Trinidad. No se habla más que de él, Dios Padre sigue existiendo, pero muy vago, muy lejano. En cuanto al desventurado Espíritu Santo, nadie se ocupa de él y mendiga por las plazas”.

Hombre de tendencia republicana izquierdista, admiramos de él su buen juicio y sentido común a la hora de censurar los abusos contra la gente creyente. Luis tenía un tío sacerdote, a quien apreciaba mucho por buena persona. El convento de dominicos que aquel visitaba fue represaliado al inicio de la Guerra Civil y todos sus monjes fusilados, como el arzobispo Soldevilla Romero, “paseado” por los anarquistas. A estos –CNT, POUM—atribuye el cineasta las peores sacas en el Madrid sitiado: “Pese a mis simpatías teóricas por la anarquía, yo no podía soportar su comportamiento arbitrario, imprevisible, y su fanatismo. En algunos casos, bastaba casi con tener el título de ingeniero o un diploma universitario para que lo llevasen a uno a la Casa de Campo”. No en vano, Buñuel y su equipo técnico de obreros tuvieron que ir al rescate del realizador falangista José Luis Sáenz de Heredia, primo carnal de José Antonio Primo de Rivera, quien había sido detenido por una facción socialista. Todos certificaron la generosidad y valía personal del apresado, lo que le sirvió para salvar el gaznate.
Se podría asegurar de Buñuel que era, en cierto modo, un moralista liberal. “Hoy en Calanda –reflexiona—ya no hay pobres que se sienten los viernes junto a la pared de la iglesia para pedir un pedazo de pan […] Las calles están asfaltadas e iluminadas. Hay agua corriente, alcantarillas, cines y bares. Como en el resto del mundo, la televisión contribuye eficazmente a la despersonalización del espectador. Hay coches, motos, frigoríficos, un bienestar material cuidadosamente elaborado, equilibrado por esta sociedad nuestra, en la que el progreso científico y tecnológico ha relegado a un territorio lejano la moral y la sensibilidad del hombre.


 Respecto del marxismo, Buñuel lo consideraba “otra religión”, otra imposición de un credo; parece como si deseara pedir perdón por haber sido discípulo de él; y de seguidor pasa a segador: “Conservé mis simpatías por el Partido Comunista hasta finales de los años cincuenta. Después me fui alejando cada vez más de él. El fanatismo me repugna, dondequiera que lo encuentre. Todas las religiones han hallado la verdad. El marxismo, también. En los años treinta, por ejemplo, los doctrinarios marxistas no soportaban que se hablase del subconsciente, de las tendencias psicológicas profundas del individuo. Todo debía obedecer a los mecanismos socioeconómicos, lo cual me parecía absurdo. Se olvidaba a la mitad del hombre”. Sí, hijo, sí, Buñuel se cayó del guindo y se desilusionó con el paraíso de izquierdas treinta años antes de que perdiera la venda de los ojos Antonio Muñoz Molina: “Nuestro rechazo de la dictadura de Franco no nos daba ninguna sensibilidad hacia los sufrimientos de las víctimas de otras dictaduras, a no ser que fueran dictaduras fascistas. Incluso cuando Santiago Carrillo estaba comprometiendo valerosamente al Partido Comunista en la causa de la democracia seguía pasando sus vacaciones como invitado oficial en la Rumanía de Ceaucescu […] Por rebajar su izquierdismo en un veinte por ciento un militante de izquierdas no se convierte en traidor de clase, pero estará quizás más capacitado para llegar a un acuerdo práctico con quien no piensa lo mismo que él […] No se trata de renunciar a lo que uno es: es aceptar la parte en la que nos parecemos a otros, lo que tenemos en común que nos constituye tanto como lo que nos diferencia” (Todo lo que era sólido, 2013). La prosperidad de un país está en el entendimiento, en la unidad dentro de la diversidad, que fue justo la idea capital de Franco en su testamento político. Quien quiere crecer debe oír al otro, y todos juntos han de arrimar el hombro en beneficio de la sociedad en su conjunto.
Continúa manifestándose Buñuel: “Nunca he sido un adversario fanático de Franco. A mis ojos, no representaba al diablo en persona. Incluso estoy dispuesto a creer que evitó que una España exangüe fuese invadida por los nazis. Aun en lo que le afecta, dejo lugar a una cierta ambigüedad”.
Descalifica la utilización ideológica de cualquier arte; ataca el Guernica, por ejemplo. “No me gusta nada, a pesar de que ayudé a colgarlo. De él me desagrada todo, tanto la factura grandilocuente de la obra como la politización a toda costa de la pintura. Comparto esta aversión con Alberti y José Bergamín, cosa que he descubierto hace poco. A los tres nos gustaría volar el Guernica, pero ya estamos muy viejos para andar poniendo bombas”.
El desencanto alcanza al propio mayo del 68 francés: “Además de los eslóganes [“La imaginación al poder”; “Prohibido prohibir”], Mayo del 68 tuvo muchos puntos de contacto con el movimiento surrealista: los mismos temas ideológicos, la misma dificultad de elección entre la palabra y la acción. Al igual que nosotros, los estudiantes de Mayo del 68 hablaron mucho y actuaron poco. Pero no les reprocho nada. Como podría decir André Breton, la acción se ha hecho imposible, lo mismo que el escándalo”.
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 A lo largo de Mi último suspiro, Buñuel va desgranando su biografía: hijo de indiano convertido en rico terrateniente --merced a una ferretería en Cuba--, fue mimado por su madre y llevó una infancia de lujo, sin carencias. Estudió en colegios religiosos, y más tarde enviado por su familia a la Residencia de Estudiantes de Madrid, donde conoció a García Lorca y a Salvador Dalí. Coqueteó con el boxeo y pensó en hacerse ingeniero agrónomo o entomólogo; jamás cineasta, que le parecía, para aquellos tiempos incipientes del cinematógrafo, una actividad misérrima propia de barraca de feria. Angustiado por la atmósfera de catolicismo opresivo y fuerte tradicionalismo que amordazaba a España, marcha a París, donde toma contacto con el movimiento surrealista. Es admitido en él, y debe someter cualquier trabajo o proyecto a la aprobación de André Breton y su comité. En París empieza a colaborar como ayudante de dirección con Jean Epstein. Huérfano de padre, le pide a su madre 25.000 pesetas para acometer el proyecto de un cortometraje surrealista mudo, escrito junto a Dalí. Así nace Un perro andaluz (1928). Desconfiando de la acogida en su estreno, Buñuel acude a él con piedras en los bolsillos, dispuesto a defenderse sea como sea. La película llama la atención positiva de burgueses excéntricos, como los vizcondes de Noailles, quienes financian la segunda experiencia contestataria de Buñuel tras las cámaras, La edad de oro (1930). Estos dos filmes captan la atención de un representante en Francia de la MGM, quien ofrece al cineasta aragonés la oportunidad de pasar unos meses en los platós de Culver City, aprendiendo las técnicas de filmación y montaje sonoros. Buñuel marcha para California, y durante varios meses cobra un sueldo generoso de 250 dólares semanales sin hacer nada, sin rodar un solo plano. Se pasea por los decorados, acecha a las divas del celuloide americano, conoce a Chaplin, intima con el matrimonio Neville y con Antonio de Lara (Tono) y señora. De Chaplin cuenta que se vio Un perro andaluz una decena de veces, y que su mayordomo chino se había desmayado al presenciar determinadas secuencias. También, que el genio cómico componía en sueños: se despertaba de repente, tarareaba la melodía que había soñado en un aparato registrador de voz, y se volvía a dormir como un niño. Sin duda fue así como “recompuso” la música de La violetera, que le costó un tortuoso proceso y una fuerte indemnización al maestro Padilla. Buñuel se despidió de California por diferencias con Irving Thalberg sobre la actriz Lily Damita, pero recibió una carta de agradecimiento de la MGM en la que se decía que sería recordado durante mucho tiempo.
Vuelve a España, a Madrid, dos días antes de la partida de Alfonso XIII y la instauración de la II República. En la capital, se toma el cine más en serio, y se hace documentalista y productor. Rueda Las Hurdes, tierra sin pan (1932), con ayuda económica de Ramón Acín y basándose en un libro de Mauricio Legendre, quien pone también su voz a los comentarios. Buñuel retrata la España más profunda, la de la miseria absoluta de un campo olvidado; los niños abrevan junto a los cerdos, los labriegos recogen verdes las cosechas y cogen la disentería, los asnos mueren atacados por las abejas; en La Alberca, los mozos celebran una boda arrancando las cabezas de los gallos. Acín –anarquista desprendido-- fue más tarde fusilado junto a su mujer por los falangistas. Había prometido financiar a Buñuel si le tocaba la lotería, que le tocó, y dicho y hecho. El documental de Buñuel sobre las Hurdes fue detestado por los dos bandos, por desvelar una realidad demasiado cruda de las miserias recónditas del país. Buñuel lo montó sin moviola, sobre la mesa de cocina de su casa, visionando las tomas con una lupa y cortando y empalmando los trozos de película.


 A partir de 1934, el cineasta produce películas comerciales: Don Quintín el amargao (Luis Marquina, 1935) y La hija de Juan Simón y ¿Quién me quiere a mí? (ambas de Sáenz de Heredia). Eso le hace ganar algún dinero. Cuando estalla la contienda (in)civil, como Dalí, pone pies en polvorosa y huye a París. Desde allí, colabora como informador y documentalista con la resistencia republicana. Se pone al servicio de los comunistas. En 1939 regresa a Estados Unidos, y durante la Segunda Guerra Mundial supervisa en Nueva York la adaptación de documentales de contenido propagandístico. Así, acorta El triunfo de la voluntad, de Leni Riefensthal, con el congreso nazi de Nuremberg, que le parece impecable en su diseño, que muestra a Chaplin y que este ríe como un loco. En Nueva York coincide de nuevo con Dalí, quien unido a Gala y dirigido comercialmente por esta, comienza a amasar una fortuna. Buñuel sintió celos de Gala –como los tuvo también de García Lorca--, en la medida en que le separó de Dalí. Una vez, en Cadaqués, discutió con la musa, la tiró al suelo y estuvo a punto de ahogarla. Años después, soñó con ella en el palco de un teatro; Gala se levantaba y lo besaba amorosamente. Es obvio que Buñuel deseaba a Gala, y que en cierto modo envidiaba a Dalí por tenerla. El aragonés era bastante retraído con las mujeres, y por timidez, otros se las quitaban delante de sus narices. Esta imagen de dificultad para la conquista amorosa cobra forma en la falsa seducción de Viridiana por el longevo don Jaime, y en la pulsión masoquista de varios personajes masculinos más: el pelele Mateo de Ese oscuro objeto del deseo (1977), la necrofilia de Alejandro en Abismos de pasión (1954), el señor Monteil amonestado y vigilado por su recia esposa en Diario de una camarera (1963), el sombrerero flagelado por la dómina en El fantasma de la libertad (1974). Todos evidencian una relación incompleta, infeliz, incandescente y tumultuosa de Buñuel con las mujeres. En esto se parecía a Dalí, aunque no en su grado de impotencia suma.


 Apasionado de Pierre Loüys y de Octave Mirbeau, comparte con ellos sus pulsiones masoquistas. El placer se halla en la paradoja de no alcanzar el placer. La mujer es un objeto de lujo. La virginidad de la joven, más todavía. Mateo la persigue con afán sin seguramente conseguirla; no otro es su “oscuro objeto de deseo”. Joseph, el sirviente embrutecido, ultraderechista y antisemita de Diario de una camarera, evidencia su escasa virilidad al violar y desventrar a una niña en un bosque. Toma a la fuerza, y en una menor, lo que es incapaz de conseguir de otra manera, mediante la seducción de la mujer adulta.
De Estados Unidos, y sin proponérselo, pasa Buñuel a México en 1946. Es un país muy hospitalario, pero inseguro y corrupto. El nepotismo familiar campa a sus anchas y gobierna las instituciones. A los más burros les gusta jugar a la “ruleta mexicana”: se hace corro en torno a una mesa, se carga un revólver con una sola bala y se tira en el centro, con el seguro quitado; si el arma se dispara con el golpe, alguien caerá herido. Buñuel rueda en los estudios Churubusco, los mismos que acogen al ídolo nacional, Mario Moreno “Cantinflas”. El aragonés comienza una estrecha y larga colaboración con el guionista Luis Alcoriza. Buñuel trabaja con un bajo presupuesto, un equipo casi íntegramente mexicano, y con poco tiempo. Encuentra bastante libertad para hacer lo que quiere. Por ejemplo, un día Gabriel Figueroa, su operador de cámara en Nazarín, le había preparado un encuadre majestuoso e irreprochable del Popocatepelt, con sus nubes blancas. Buñuel dijo que muy bonito, pero que no era lo que buscaba; asió la cámara y la dio media vuelta, hasta enfocar un paisaje trivial. Eso era lo que convenía a la historia, no una postal.
En México hace Buñuel muchas películas, que le van dando fama internacional: Demonio y carne o Susana (1950), El bruto (1952), Él (1953), Abismos de pasión (adaptación de Cumbres borrascosas, 1954), La ilusión viaja en tranvía (1953), Ensayo de un crimen (1955)… En esta última cinta y en Él, el realizador plasma sendas monomanías neuróticas. Sus grandes títulos de la etapa mexicana serán Los olvidados (1950, drama de chicos marginales y de pequeños criminales, alguno de los cuales intenta reformarse sin conseguirlo, debido a la presión del cabecilla y del grupo); Nazarín (1959, adaptación de la novela homónima de Pérez Galdós, impecable interpretación del actor español Francisco Rabal, historia del sacerdote cuya caridad no es bien acogida en el mundo); El ángel exterminador (1962, basada en un drama de Bergamín, sobre unos burgueses acomodados que no pueden salir, por miedo, de un salón, y dan rienda suelta a sus ofuscaciones y groserías); Simón del desierto (1965, sobre el santo que pierde su fe después de una vida sacrificada).
Pero el mejor cine de Buñuel, el de factura impecable (por mayor presupuesto), más polémico y de mayor impacto europeo y norteamericano, es el realizado entre Francia y España a partir de 1961, con Viridiana. El aragonés hace equipo con los guionistas Julio Alejandro, y especialmente, Jean-Claude Carrière, y los productores Gustavo Alatriste y, sobre todo, Serge Silberman.

Viridiana es la corrupción del pudor en beneficio del placer. Una joven novicia (Silvia Pinal) cree haber sido poseída por su tío mientras yacía narcotizada en el lecho. Poco a poco, abandona su recato y termina formando trío con la criada de la casa (Margarita Lozano) y su propio primo calavera (Francisco Rabal). En un final apoteósico, inconmensurable, que se burló de la estúpida censura, el primo invita a jugar a Viridiana al tute con él y con la sirvienta. No se puede decir más con menos.
Diario de una camarera adapta la novela homónima de Octave Mirbeau, escritor admirado por Buñuel. Es uno de los filmes más redondos del director. La joven y bella Célestine (Jeanne Moreau) llega de París para servir en una gran mansión provinciana. Pronto descubre que será el centro y objetivo sexual de los señoritos a quienes atiende. Descubrimos cómo quien no es nada porque procede del pueblo, debe someterse al acoso y los extraños juegos de quienes ostentan el mando. La alcoba es el círculo ritual del burgués acomplejado. Su “locus amoenus”. Célestine sigue esos rituales entre burlas y veras. Mientras, el lacayo Joseph (Georges Géret) encarna el proletariado lumpen, de ideas ultraderechistas y xenófobas. Él también pretende a Célestine. El cura local proscribe a la señora de la casa sentir placer durante el coito, mientras le pide ayuda para las necesidades de la parroquia. Célestine, asqueada de este ambiente mezquino, decide volver a París. Pero en la estación se entera del asesinato y violación de una niña que vivía en la casa, y determina permanecer un tiempo más, pues conoce al culpable y desea que resulte apresado. El violador e infanticida no es otro que el extremista Joseph, quien, no obstante, no es encontrado culpable y se establece tranquilamente en otro sitio. La exoneración del culpable es un motivo recurrente en la obra de Buñuel. Reaparece en El fantasma de la libertad, cuando se condena a un francotirador que ha matado a numerosos transeúntes y, sin embargo, es liberado y felicitado acto seguido. Esta extraña acción indiscriminada reproduce la aspiración máxima del acto surrealista, según Breton: salir a la calle con una pistola y matar a quien se cruce.
 

 

La violencia social, sexual y física de Diario de una camarera están presentes en la novela original de Mirbeau. Confluyen en el personaje de Joseph, el jardinero, de quien ya hemos hablado. Este individuo, por ejemplo, para repugnancia de Célestine, sacrifica a los patos de modo que se sientan morir; Buñuel recoge la escena en su filme.


 Belle de jour (1967) se basa en la novela de Joseph Kessel. Séverine (Catherine Deneuve), la atractiva mujer de un médico que ha sufrido abusos de niña, siente deseos de ser vilmente humillada. En sus sueños, imagina que su marido la hace azotar y poseer. Por Henri, un amigo libertino del esposo, toma nota de una casa de citas de París. Se emplea allí como prostituta, de dos a cinco de la tarde. Un día Henri la descubre, pero no hace uso de sus servicios. Uno de sus clientes –un joven maleante—se encapricha locamente de ella y dispara contra el esposo, dejándolo ciego y parapléjico. La mala vida de Séverine ha provocado la desgracia de su marido, por lo que la película tendría así una lectura moralista. Séverine queda condenada a permanecer junto al tullido, a quien a veces imagina recuperando la normalidad y tratándola con afecto.


 La Vía Láctea (1969) es una idea original de Buñuel y Carrière, una sátira surrealista. En época actual, dos vagabundos se dirigen a pie a Santiago de Compostela. Por el camino son testigos de numerosas visiones que reproducen algunas de las herejías más sonadas relacionadas con el cristianismo: priscilianismo, jansenismo, protestantismo… La escena más polémica es cuando Jesucristo ríe los chistes de sus discípulos y se afeita la barba. La película denuncia las aberraciones, éticas y sexuales, a que conduce una religiosidad malsana.
Tristana (1969) parte de otra novela de Galdós. Cuenta la historia de la adolescente seducida por su preceptor. Tristana (Catherine Deneuve) huye con el joven pintor Horacio (Franco Nero) para escapar del dominio de don Lope (Fernando Rey). Pero un tumor en una pierna, y su consiguiente amputación, le hace volver con su carcelero. En el fondo, Tristana desea la seducción del viejo. Cuando descubre que este se ha ablandado, precipita su muerte. De nuevo, tenemos la pulsión masoquista encerrada en el argumento. Varias veces insistía Hitchcock en preguntar a Buñuel por la pierna de Tristana.


El fantasma de la libertad (1974) se compone de diversos cuadros surrealistas donde se subvierte el orden moral. Se inicia con los fusilamientos por los franceses de patriotas españoles. En un templo, se escenifica la leyenda El beso, de Bécquer. En una posada, en una escena de gerontofilia, un joven seduce a su niñera, mucho mayor que él. En una academia de policía, los gendarmes se mofan de un instructor y de sus superiores. Unos padres reprochan a su hija la posesión de una colección de fotos de monumentos del mundo, por considerarlos a cuál más obsceno. Dicha colección inocente ha llegado a sus manos cedida por un presunto pederasta en un parque. (Esta secuencia traspone una de las fechorías ideales de los surrealistas parisinos: proyectar una película porno en una sesión infantil).


En cierto modo, parafraseando a otro maño, Goya, Buñuel podría haber dicho: “El sueño de la burguesía produce monstruos”. Esa misma clase que fue su cuna y de la que él intentó, tal vez sin éxito, renegar.
Ese oscuro objeto del deseo (1977), el último filme de Buñuel, escenifica La mujer y el pelele, de Pierre Loüys. Dos actrices distintas (Carole Bouquet y Ángela Molina) interpretan el mismo personaje, Conchita, el objeto de deseo de un ardoroso pero torpe burgués gentilhombre, Mateo (Fernando Rey). Mateo emplea en su casa a Conchita, a quien cree virgen. Se propone poseerla a toda costa. La chica aparece y desaparece innumerables veces, mientras su madre (María Asquerino) apalabra con Mateo la entrega de la muchacha. Está claro que ambas se burlan de las pretensiones del hombre maduro. En un parque, Mateo es atracado por los amigos de Conchita, que le exigen una determinada cantidad de francos. Conchita confiesa su vinculación con ellos a Mateo, quien le regala de buena fe el dinero. Conchita y su madre van sacando a Mateo diversas “ayudas”. Mateo sigue a Conchita hasta Sevilla, donde incluso le regala una lujosa casa. En su patio andaluz, Conchita finge practicar sexo con un guitarrista, ante la mirada aterrada de Mateo, congregado tras la verja del portón. Las humillaciones se suceden y se continúan en un tren, donde Conchita y Mateo discuten y se arrojan cubos de agua. “Dichoso también el eunuco que no practicó el mal […] Recibirá una gracia especial por su fidelidad, y un puesto envidiable en el templo del Señor” (Sab 3, 14).


En cierto modo, Buñuel vio en La mujer y el pelele una suerte de justicia poética: el pueblo –representado por Conchita—se burla de la burguesía improductiva –encarnada por Mateo--. Esa misma burguesía que cosifica a sus súbditos y los quiere despersonalizar. Queda muy explícito, también, en Diario de una camarera (1900), de Mirbeau: “Un sirviente no es un ser normal, un ser social… Es alguien disparatado, hecho de piezas y de pedazos que no pueden ajustarse uno en otro, yuxtaponerse uno al otro… Es algo peor: un monstruo híbrido humano… No es del pueblo, de donde sale; no es, tampoco, de la burguesía, donde vive y adonde tiende… Del pueblo, del cual renegó, perdió la sangre generosa y la fuerza inocente… De la burguesía obtuvo los vicios vergonzosos, sin haber podido adquirir los medios de satisfacerlos… Y los sentimientos viles, los miedos cobardes, los apetitos criminales, sin el decorado y en consecuencia sin la excusa de la riqueza… Con el alma manchada, atraviesa el decente mundo burgués, y apenas aspira el olor mortal que asciende de sus cloacas pútridas pierde para siempre la seguridad de su mente y hasta la misma forma de su yo… En el fondo de todos esos recuerdos, entre esa multitud de figuras por las que vaga, fantasma de sí mismo, solo encuentra basura para remover, es decir sufrimiento…” Mirbeau no está hablando de nada más sino del concepto marxista de alienación.
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Ni siquiera el propio Buñuel pudo cumplir su último deseo. Un deseo insatisfecho. “Pese a mi odio a la información –declaró--, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba”.
© Antonio Ángel Usábel, noviembre de 2013.

[Mi último suspiro, de Luis Buñuel, está disponible en la traducción al español de Ana María de la Fuente, para Random House Mondadori S.A., en la colección Debolsillo Contemporánea, marzo de 2012]
[Otros textos de interés sobre Buñuel y su círculo, son: Ian Gibson, Luis Buñuel, la forja de un cineasta universal (1900-1938), Ed. Aguilar, octubre de 2013; comprende solo la primera parte de la vida y la producción del realizador, hasta la Guerra Civil; Agustín Sánchez Vidal, Buñuel, Lorca, Dalí: el enigma sin fin, Ed. Planeta, Premio Espejo de España 1988].


lunes, 21 de octubre de 2013

La mítica Fórmula Uno.

Del solvente director Ron Howard (Cocoon, Apolo 13, Una mente maravillosa) nos llega ahora Rush (2013), que podríamos traducir como Ímpetu, Arrojo, aunque observando su argumento –la lucha encarnizada en la pista de dos pilotos—también cabría asimilar como Pique.
 
Yo tenía nueve años en 1976 cuando se produjo el mítico duelo de dos colosos de la Fórmula 1: Niki Lauda –por Ferrari—y James Hunt –por McLaren--. A pesar de mi corta edad de entonces, seguí con apasionamiento esa liza, sobre todo, en lo que a Lauda respecta, que en España era considerado todo un héroe. No había trazado de Scalextric que se preciara que no contara con “Niki Lauda”. Todos jugábamos a ser Niki Lauda, y a pisar fuerte nuestro acelerador. Cuando tuvo su fatal accidente en el húmedo asfalto de Nürburgring (Alemania), fue un verdadero mazazo. Sus quemaduras fueron horribles, espantosas. El héroe –sin ser guapo de por sí—había salido tremendamente desfigurado. El coche ardió y alcanzó una temperatura de ochocientos grados. Niki estuvo más de un minuto allí dentro, abrasándose la piel y los pulmones. Después, en el hospital, se consiguió estabilizar su respiración y sus gravísimas quemaduras. Tuvieron que aspirarle varias veces el hollín y los gases tóxicos utilizando una cánula bronquial. Pero el milagro vino a poco más de cuarenta días del siniestro: Lauda volvía a ponerse al mando de su Ferrari, en Monza. Aun así, dadas las condiciones meteorológicas adversas, prefirió retirarse, y ello posibilitó la victoria final de James Hunt en el campeonato del mundo.
 
 
La cinta de Howard recoge con enorme pulso dramático y narrativo todo esto. Hunt y Lauda eran dos genios del volante, pero dos personalidades muy opuestas. Niki era sensato, metódico, responsable, más bien modesto fuera de la pista, es decir, poco dado a la vanagloria fácil. Hunt era presuntuoso, indómito, insensato, irreflexivo, y, si creemos al guionista (Peter Morgan, El último rey de Escocia), literalmente un Pichabrava. Se tenían un odio enconado, desde que Hunt era un ídolo de la Fórmula 3 y Lauda empezaba en esa categoría. Niki sabía de trucos mecánicos, entendía mucho de motores de coche, podía mejorar su rendimiento, y esta importante faceta técnica captó poderosamente la atención de los dueños de las escuderías. Mientras Hunt tenía problemas de motor, Lauda se alzaba con sus primeros triunfos notables.


Eran dos seres con aceite de coche en las venas. Vivían para las pistas. Por lo menos, Niki, porque Hunt también lo hacía para las juergas y los líos de faldas. Se llevaban mal, eran enconados rivales, pero se respetaban como profesionales de la competición. Cuando Lauda ofrece en la película una rueda de prensa tras su descalabro en Nürburgring y su retorno a las carreras, un periodista lo insulta afeando su aspecto y amagando acerca de lo que su esposa opinará de este. Entonces James Hunt, a la salida, por haber ridiculizado a Lauda, empuja al listillo a unos lavabos y le rompe la cara.
Son espectaculares las secuencias de la carrera rodadas bajo la lluvia intensa en Nürburgring y en Japón. Si se han utilizado fragmentos documentales, no se percibe lo más mínimo. El montaje de primeros planos, planos medios y de detalle, es magistral, aunque dure poco. Tal vez, los amantes de la competición van a echar en falta más escenas de automóvil, más planos de adelantamientos peligrosos y de ruedas rozando. Y es que la segunda mitad del metraje se hace corta, porque es la que más incide en el duelo de vértigo en pista. Eran años de alto riesgo romántico, byroniano, cuando moría un promedio de dos pilotos por temporada, y a los conductores de Fórmula 1 se les veía como toreros de la velocidad. El piloto, entonces, salía a buscar la muerte, a batirse con ella, y, si fuera posible, a burlarla una vez más. Había mucho de instintos suicidas en aquellos ídolos soñados. Por eso tenían –y siguen teniendo—tanto éxito con las mujeres como los diestros del ruedo. El coraje temerario atrae. Fascina la virilidad de esos “temibles burlones”.
 
James Simon Wallis Hunt (1947-1993), británico, iba para médico, pero al final decidió meterse en el mundo de las carreras de coches. Comenzó pilotando un Mini, y su habilidad y temeridad eran tales que recibió el apodo de “Hunt The Shunt”, esto es, ‘Hunt el Maniobras’ o el ‘Cazamaniobras’. Llegó a la Fórmula 1 en 1972. Su primera carrera fue en el circuito de Mónaco, en 1973. La primera victoria, en el Gran Premio de los Países Bajos, en 1975. Campeón del mundo en 1976. Su última victoria fue en 1977 (Japón). Se retiró en 1979, para pasar a ser comentarista deportivo en la BBC. Murió de un infarto en Wimbledon por la mala vida que seguía, siempre apretando a tope. No tenía cumplidos los cuarenta y seis años.


 Nikolaeus Andreas Lauda nació en Viena (Austria), en febrero de 1949. Su padre poseía una próspera industria papelera, y Niki aprendió a conducir al volante de los camiones de la empresa. Su familia, sin embargo, no le ayudó para ser piloto de carreras. En 1968, estaba en Fórmula V. En 1969, en Fórmula 3, a las órdenes de Francis McNamara. Al año siguiente, subió a Fórmula 2, en el equipo March. Un banco austriaco y una marca de electrodomésticos deciden patrocinarlo. En 1971, debuta en la primera categoría a los mandos de un March, en el Gran Premio de Austria, pero abandona por problemas mecánicos. En 1973, corría con BRM, y poco después llegó a Ferrari, escudería que le hizo ganar en El Jarama el Gran Premio de España. Fue cuarto en el campeonato del mundo de ese año, y campeón absoluto en el de 1975 (triunfos en Mónaco, Bélgica, Suecia, Francia y Estados Unidos). En 1976, venció en cinco circuitos y fue segundo en dos. En Alemania, su coche chocó con el de Brett Lunger, con los resultados que ya hemos comentado. Siguió cosechando triunfos, con Brabham-Alfa, en 1978. Se retiró de las pistas en 1979, para fundar una pequeña compañía aérea que quebró pronto. Reapareció con McLaren-Ford en 1982. Quedó quinto en el mundial. En 1984, volvió a ser campeón del mundo con McLaren-Porsche Turbo. Su adiós definitivo llegó en 1986. Colabora con cadenas austriacas como comentarista deportivo, es consultor técnico de escuderías, y ha reflotado otra modesta compañía aérea. Se divorció de su mujer en 1996, y se casó con su novia Birgitt, quien le cedió un riñón por problemas de insuficiencia renal severa. Niki Lauda tiene cinco hijos.
El mayor recuerdo que guardo yo de él, sin duda, como piloto, es a los mandos de un McLaren, en su última etapa. Justamente, la escudería contra la que luchó cuando la pilotaba James Hunt.
 
La parte interpretativa de Rush es correcta. Es más generoso, por lo vitalista, el papel de James Hunt, y Chris Hemsworth, actor australiano discreto, lo incorpora con brío. Daniel Brühl está correcto como Niki Lauda, aunque no repita la tensión dramática que consiguió en Salvador Puig Antich (2006) ni la simpática afabilidad y frescura de Good Bye, Lenin! (2003). La elegante y pulcra actriz rumana Alexandra Maria Lara (El hundimiento, 2004) es aquí Marlene, la primera esposa de Lauda.
En definitiva, un filme atractivo, que se disfruta, sobre todo en su segunda mitad, y que deja buen gusto en el espectador, aunque diste mucho de ser una obra realmente sólida, brillante y meritoria.
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El 1 de mayo de 2014 se cumplirán veinte años de la desaparición de otro gran mito de la Fórmula 1, el brasileño Ayrton Senna. Hombre religioso, veía a Dios cuando volaba sobre la pista, pero prudente, también sabía cuándo aflojar el pie del acelerador. En el Gran Premio de San Marino, en Ímola, perdió la dirección de su coche al desprenderse el volante de la sujeción. El Williams de Senna impactó contra los protectores de Tamburello a más de doscientos kilómetros por hora. El lateral derecho del coche quebró, y la barra de suspensión le atravesó el casco y el cráneo, produciéndole la muerte a las pocas horas. En palabras del médico de urgencias, “a pesar de no ser yo hombre creyente, cuando vi que se relajaba, supe que su espíritu estaba abandonando su cuerpo”. Senna tenía lesiones neurológicas irreversibles. Como Niki Lauda, se iba un triple campeón del mundo, con más de cuarenta victorias a sus espaldas, ochenta podios y sesenta y cinco cabezas de carrera. Como los amados de los dioses, Ayrton murió joven.

El documental Senna (2010), de Asif Kapadia, premiado en el Festival de Sundance, es otro deleite para todos los amantes de la Fórmula 1. Muestra el ascenso de un hijo de buena familia, corredor de karts, pasando por su espectacular debut en Mónaco en 1984, donde quedó segundo con un coche modestísimo (un Toleman) y adelantó al propio Niki Lauda, hasta alcanzar la cima con las escuderías McLaren y Williams Renault. Si Rush plasma el increíble combate Lauda / Hunt, este reportaje analiza la pugna no menos acerada entre Senna y Alain Prost. Según el piloto francés, Senna llegó a la Fórmula 1 con una sola idea, un único y audaz empeño obsesivo: derrotarle a él, el astro del momento.

Senna era un especialista en la conducción sobre mojado, y no pocas veces esta circunstancia –tan temida por otros conductores, como Lauda—le favoreció lo suficiente. Era un piloto muy agresivo, capaz de un acoso despiadado sobre el rival. Una técnica que había aprendido de joven, con los karts. Senna adelantaba por el interior de la curva o del peralte de la chicane, de modo que si el perseguido no cedía el paso, podía llegar a chocar con él, como le sucedió a Prost dos veces (ambas en Suzuka, Japón, en 1989 y 1990). El Gran Premio de Japón brindó a Senna en varias ocasiones la oportunidad de lucirse, pues otras tantas el título mundial se dirimió allí. En 1988, a los mandos de su McLaren Honda y saliendo en primer lugar, se le caló el coche al darse la salida. Fue sobrepasado por bastantes pilotos, pero él aprovechó hábilmente la ligera pendiente en declive de la parrilla para activar el motor y salir disparado. Una remontada como la que hizo Senna entonces no se ha vuelto a ver en la Fórmula 1: de la décimo cuarta posición a la sexta en la segunda vuelta, a la quinta en la tercera, a la tercera plaza en la undécima, y finalmente, a la primera tras dejar atrás a Prost, que tenía problemas con su caja de cambios. Senna necesitaba la victoria en Suzuka para ser campeón del mundo, y su destreza y la suerte le hicieron alzarse con el título. Volvió a ser coronado en 1990 y 1991, siendo este último año y 1993 los mejores de su trayectoria deportiva. En 1990, consiguió el título porque su McLaren chocó con el Ferrari de Prost nada más iniciarse la lid; ambos abandonaron, y el brasileño, que llevaba ventaja en los puntos, logró el campeonato.


 Senna fue uno de los pilotos que más se opuso a las innovaciones electrónicas en los monoplazas, tales como la tracción y la suspensión por computadora. Logró que la FIA prohibiera su uso, pues restaban responsabilidad y protagonismo al piloto, en beneficio de la maquinaria. Los coches eran más seguros, y podían ir más rápido, pero a la gente le entusiasmaba lo espectacular del riesgo: las salidas de pista y los trompos.


 
 
 Viniendo de un país con profundas desigualdades sociales, y siendo él un muchacho favorecido por la fortuna, era aclamado en casa como un héroe nacional. Senna dio mucho dinero a ayudas humanitarias y creó él mismo el Instituto Ayrton Senna para la Educación de niños de las favelas (http://senna.globo.com/institutoayrtonsenna/home/index.asp). Su fundación ha auxiliado a más de doce millones de niños sin recursos en todo Brasil. Quizá en verdad fue un hombre predestinado por Dios para llevar el bien a los demás haciendo lo que más le gustaba: ganar grandes premios con su monoplaza.

El documental de Kapadia es un buen acercamiento al mundo de los pilotos de Fórmula 1, aunque se entusiasma demasiado con su héroe protagonista, y solo muestra de sus logros la “versión nacional”, relegando al mínimo la visión europea del mito (así, las entrevistas a Alain Prost, su máximo oponente, quedan fuera del montaje oficial). Introduce escenas de vídeos familiares y de entrevistas minoritarias, que dan cierta calidez humana al testimonio. Para promocionar el filme, nada mejor que unas palabras de Niki Lauda: “[Senna] fue el mejor piloto que ha existido”. ¿Dónde quedan, en ese caso, él mismo (tres títulos mundiales), los Fangio (cinco), los Prost (cuatro), los Piquet (tres), los Fittipaldi (dos campeonatos), los Alonso (dos), los Schumacher (siete coronaciones)?

lunes, 7 de octubre de 2013

"Bertsolari" (2011)

A menudo se dice que los vascos no han tenido literatura. La han tenido, pero mayoritariamente oral, anónima y folclórica. Esto es debido a dos razones principales: la extraordinaria complejidad del euskera, en realidad no una lengua natural unitaria, sino un conjunto de dialectos; y la relegación política del vascuence, sobre todo a partir del siglo XVIII, a una lengua exclusivamente familiar. Sin embargo, las provincias vascongadas han sido un territorio irregularmente abierto a su propio idioma. En Álava, por ejemplo, siempre se hablaba castellano, por estar próxima a su área de creación y de extensión como lengua de intercambio y arbitraje comercial. El castellano favorecía el entendimiento en las transacciones, y era más fácil de entender, aprender y manejar que el euskera. Mis abuelos paternos eran los dos del área de Vitoria, y ninguno hablaba vascuence. Mi abuelo se esforzó en su senectud por aprenderlo, pero apenas dominaba un corto vocabulario. Mi bisabuela materna era de Elorrio, un pueblecito de Vizcaya. Como queda limítrofe con Guipúzcoa, ella tuvo que aprender ambos dialectos mayoritarios, vizcaíno y guipuzcoano, de los que se valía con mucha soltura. Sus dos hijas --una de ellas mi abuela-- aprendieron solo vizcaíno. Las dos hermanas seguían utilizándolo con frecuencia en Madrid, cuando querían hablar sin que ninguno las entendiésemos. Eran muy pillas. A veces yo le preguntaba: “—Pero, abuela, ¿qué has dicho?” Y ella, riéndose, me traducía. Las he visto usar el vizcaíno cuando iban a grandes almacenes y se ponían a comparar los precios de los artículos; así las dependientas no se enteraban ni del No-do.


El vascuence arrastró su mala fama desde la Edad Media. De la primera mitad del siglo XII data una primera compilación de términos vascos, que recogió sin mucho amor un clérigo francés, Aymerico Picaud, en una obra que se le atribuye, el Liber Sancti Jacobi, guía de peregrinación a Santiago de Compostela. Aquí, sin ningún remilgo o aspereza, el monje escribe: “Si vieras comer [a los vasco-navarros], los tomarías por perros o cerdos comiendo. Y si los oyeses hablar, te recordarían al ladrido de los perros, pues su lengua es completamente bárbara. A Dios le llaman urcia; a la Madre de Dios, andrea María; al pan, orgui; al vino, ardum; a la carne, aragui; al pescado, araign; a la casa, echea; al dueño de la casa, ioana; a la señora, andrea; a la iglesia, elicera; al presbítero, belaterra, lo que quiere decir bella tierra; al trigo, gari; al agua, uric; al rey, ereguia; a Santiago, iaona domne Iacue”. Sin embargo, al tratar de Castilla y sus moradores, Aymerico tampoco se queda corto: los tacha de malvados y viciosos. Salva a los gallegos y su territorio, por ser parecidos a los galos, pero condena todos los comestibles animales españoles por causar estragos entre la salud de los extranjeros.
La “barbarie” de la entonación vascuence la siguió propagando, en el siglo XVI, el Padre Mariana: “[El euskera] es una lengua bárbara e incapaz de cultivo”. Sin embargo, el toledano gramático Sebastián de Covarrubias Orozco, también sacerdote, inserta este encendido elogio en su Tesoro (1610): “La Cantabria, Guipúzcoa, Álava, Vizcaya y las demás partes del reino de Navarra, que han participado y participan desta lengua, es de la gente más antigua y más noble y limpia de toda España”. Covarrubias alababa y subrayaba el aislamiento en que habían vivido esas gentes desde tiempo de los romanos, lo que garantizaba su hidalguía por llevar sangre “no contaminada”. En la época de la Ilustración, mientras algunos nobles navarros obtenían carta blanca del rey de España para expoliar los bosques de sus paisanos con destino a los astilleros, dejando a los lugareños sin un medio de vida, el Padre Larramendi, jesuita guipuzcoano, invocaba las excelencias de las tradiciones vascas y animaba a los clérigos a predicar en euskera, pero con fervor, para que la lengua madre, enaltecida y mimada, llegara al alma. Su estímulo lo potenciaron otros miembros de la Compañía de Jesús, como Agustín de Cardaveraz y Sebastián de Mendiburu, a quienes se unen los franciscanos Juan Antonio de Ubillos y Pedro Antonio de Añíbarro, y el carmelita Fray Bartolomé de Madariaga.
Entre 1545 y 1879, se escriben, directamente en dialecto vizcaíno, catorce libros; y en dialecto guipuzcoano, cuarenta y siete. El guipuzcoano era la variante con mayores visos de éxito en el mercado editorial. El primer libro impreso en euskera es una Gramática de 1545; su autor proclama con orgullo: “Bertze jendek uste zuten/ ezin skriba zaiteien/orai dute phorogatu engaina zirela/ Heuskara jalgi hadi mundura!” (‘Las otras gentes creían/ que no se te podía escribir,/ que sepan ahora que se habían engañado:/ ¡Euskera sal al mundo!’)
Así pues, el vascuence lo tenía difícil para convertirse en lengua literaria. Entre otras cosas que acabamos de ver, porque eran los rústicos quienes habían de enseñar la lengua a los doctores y letrados. En las escuelas no existían cánones ni directrices de enseñanza; quienes querían escribirlo, dudaban mucho sobre su ortografía, pues el euskera se aprendía de oídas.

El hecho de que se utilizara la memoria, y de que hubiera sustanciales diferencias entre valles, circunscribió toda la creación popular a la poesía. En el siglo XV, había dueñas que improvisaban panegíricos en vascuence en los duelos y entierros. Al parecer, se les prohibió pronto esta actividad. Los pastores solían componer poesías mientras cuidaban el ganado (recordemos que así comenzó a cantar el gran tenor navarro Julián Gayarre). Hoy día, en el País Vasco, unas justas poéticas son capaces de convocar en un polideportivo a más de catorce mil personas, entusiasmadas de escuchar a los bertsolari, los poetas de la tierra. Estos rapsodas deben improvisar una poesía, de determinada medida, a propósito de un tema que se les dice en el momento. Tienen veinte segundos para entonarla, porque además de la rima perfecta, han de cuidar el ritmo melódico, hasta casi convertirla en una canción. Para que salga bien la experiencia, el truco está en tener clara la coda, el final que se va a dar al poema. Además, varios bertsolaris parten de agrupaciones de palabras rimadas dentro de un mismo campo semántico. De este modo, escogen mentalmente las que mejor casan o coinciden con el tema asignado. Días antes de una competición pública, se evaden del mundo ajetreado, y se rodean de naturaleza y soledad. Practican mucho, e incluso aprovechan textos de otros autores adaptándolos libremente al euskera y a su circunstancia. La gente lo vive como algo suyo, auténtico, profundo, como la pelota vasca, las danzas, el levantamiento de piedras y otras tradiciones. En Madrid, sería impensable que unos poetas populares congregaran a tanto público entregado. En el País Vasco, es un espectáculo que se mira con respeto y orgullo. Los bertsolaris son héroes de la palabra, maestros del lenguaje lírico, intérpretes de lo universal en lo vasco. Porque la composición del bertsolari nos habla a todos, y no tiene nada que ver con la política, sino con las emociones y con nuestra común condición de seres humanos.

Asier Altuna ha dirigido Bertsolari, un valiente documental presentado en el Festival de Cine de San Sebastián en septiembre de 2011. El realizador se centra en las vidas de varios poetas populares vascos, en su forma de entender las raíces de una tradición y en su apuesta por el futuro de la misma. No en vano, parte del metraje está rodado en Estados Unidos, y cuenta con la participación de un folclorista experto norteamericano (John Miles Folley). Salvando las distancias, sería como el “rap” del pueblo vasco. Pero no es rap, ni se le parece, pues el bertsolari no busca la monotonía, sino la versatilidad melódica. Más aún, la sublimación en el final del poema. La sorpresa y el goce de lo inesperado. Las palabras se miman, se eligen con criterio formal, y se procura lo digno, pese a que todo sea improvisado en medio minuto, y no dé para pretender fijar la brillantez maestra de lo meditado y corregido. El bertsolari es un nuevo trovador. Tradicionalmente, solían ser hombres quienes actuaban de poetas. En la década de 1960, con la dictadura, se les permitía, pues era algo muy local y recitaban en un idioma que muy pocos entendían. Las autoridades franquistas no ponían atención a ese tipo de acontecimientos restringidos. Hoy día, hay más mujeres bertsolaris, y alguna se lleva el palmarés en la competición. En 2009, ganó el certamen de Barakaldo Maialen Lujanbio, que si bien puede parecer a primera vista una mujer ruda, antipática y severa, se trasmuta en ternura cuando se deja invadir por el duende de la poesía.

El País Vasco es parte de la Historia de España. Los españoles tenemos el deber de conservar sus bienes culturales, e incluso acrecentarlos, como los de los demás territorios del estado. Hubo un hombre que quería a España, que creía en su riqueza cultural, y que no lo pudo expresar mejor en sus proféticas palabras de despedida: No cejéis en alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombres de España y haced de ello vuestro primordial objetivo. Mantened la unidad de las tierras de España exaltando la rica multiplicidad de las regiones como fuente de fortaleza en la unidad de la Patria.”
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[En las fiestas de Vitoria, la Virgen Blanca, me contaba mi abuelo paterno que se cantaban canciones populares en castellano, como estas que él me enseñó:

“A Celedón le picaron los mosquitos

y se compró sombrero de tres picos.

Hombre grande, patas de alambre,

chiquillo por melón, se llevó un… coscorrón.”

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“En Madrid la carrera del cerdo,

en Madrid la carrera del cerdo,

es un espectáculo muy singular,

es un espectáculo muy singular:

se le corta y el rabo al cochino,

se le corta y el rabo al cochino,

y se le echa al estanque a nadar,

y se le echa al estanque a nadar.

¡Como se divierte la gente del pueblo,

como se divierten los que allí están!”]

© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2013.



 
 

sábado, 14 de septiembre de 2013

Hannah Arendt, disidente.

En 2012, la realizadora Margarethe von Trotta estrenó en Alemania esta su visión de la pensadora judía Hannah Arendt y su relación con el mal. Von Trotta parece querer expurgar de sentido de culpabilidad a los alemanes por haber tolerado la shoa durante el nazismo. La vieja excusa, mil veces oída, de la obediencia debida. La mejor forma de quitarse una espina histórica. Obedecer órdenes no conlleva –según esta línea de disculpa—estar de acuerdo con ellas. Incluso se pueden acatar sin tan siquiera cuestionárselas a nivel ético. Uno es un peón en una larga cadena de mando, y si le conminan a matar, hay que hacerlo con eficacia y estilo, y con la asepsia de un guerrero autómata. Sin plantearse ningún problema moral, puesto que lo que se persigue es recibir gratificaciones del mando superior y justificar los medios por alcanzar un fin. Esto es lo que hizo un individuo como Adolf Eichmann cuando programó las deportaciones de judíos en masa hacia sus lugares de exterminio. Eichmann resultó eficaz sin más.

 
Hannah Arendt fue una pensadora hebrea que dio clases en Estados Unidos. Fue discípula y amante de Martin Heidegger, y Karl Jaspers dirigió su tesis doctoral sobre San Agustín. En 1961, al enterarse del secuestro del criminal nazi Adolf Eichmann en Argentina, se ofrece a la revista New Yorker para cubrir su juicio en Israel. Hannah pasa cuatro años documentándose sobre el Holocausto y la colaboración de Eichmann en él. El antiguo oficial nazi es condenado a muerte y ahorcado. Pero las conclusiones del trabajo de Hannah levantan ampollas entre la comunidad judía de Jerusalén y de Norteamérica. Porque, a su entender, Eichmann llegó a actuar sin pensar, siguiendo instrucciones superiores, sin atribuirles un sino ético o incivil. Al dejar de obrar sujeto a intenciones propias, dejó de ser persona, y en consecuencia no tomó conciencia de sus acciones. El pensamiento es el solo guardián de la conciencia, y el que nos dota de nuestra personalidad y dimensión humana. No debemos apartarnos de él, si no queremos cometer barbaridades.


Por otra parte, Arendt concluyó que los líderes hebreos en Europa, durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, no se opusieron con fuerza al régimen de Hitler, llegando a colaborar –consciente o inconscientemente—en las operaciones de limpieza étnica.

Su Eichmann en Jerusalén. Informe sobre la banalización del mal, publicado primero en artículos y pronto en forma de libro, no sentó nada bien a las autoridades israelíes de David Ben Gurión, quienes presionaron fuertemente a Hannah para que lo retirara del mercado. Esta se negó a aceptar cualquier injerencia, y fue apoyada por sus alumnos universitarios, aunque no por sus compañeros académicos. Recibió duros anónimos, algunos de los cuales la tildaban de “putita nazi”, en clara alusión a su pasada relación amorosa con Heidegger, un hombre casado y permisivo con las ideas racistas del Tercer Reich. De hecho, cabría la glosa de asimilar la disculpa de Eichmann como el perdón de Arendt hacia Heidegger, amante, filósofo que admiraba sobremanera, y cálida proyección de su pasado en su presente.
La película de Von Trotta plantea un doble juicio: el penal de Eichmann en Israel en la primera parte del metraje (sobrecogedoras las imágenes reales recuperadas y restauradas); y el popular y político contra la intelectual hebrea, al publicar ella su dictamen sobre lo ocurrido con el gestor de los trenes de la muerte. 

 
Arendt parece creer que, en algún momento de nuestro quehacer, presionados por el miedo o la necesidad de salvar nuestra circunstancia, podemos llegar a cumplir con lo que no nos gusta. Es más, que podemos “deshumanizarnos”, alienarnos por completo, y convertirnos en bestias que no somos. Una suerte de “máquinas indolentes”. Quizá para salvar el cuello se haga lo impensable. Los nazis se sirvieron de “favoritos” entre los judíos que ejercieron de guardias en los guetos, o de chivatos y “capos” en los barracones de los campos. Un comando judío operaba en las “duchas” de gas y en el crematorio para posponer así su propio exterminio. Cuando se forma parte de un engranaje, es difícil escapar de él. Decir no. Eso también pudo sucederles a muchos oficiales y suboficiales alemanes, sin llegar a disculpar su participación directa en los hechos criminales.

“Conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia y naturaleza toda es pensar” (Descartes). Pero el pensamiento no puede existir sin el SENTIMIENTO. No cabe pensar sin al mismo tiempo sentir, para bien o para mal. Aun cuando hacemos algo malo que no pretendemos, y precisamente porque eso no sale de nosotros, sino por coacción externa, no podemos dejar de enjuiciarlo o valorarlo bajo la óptica de nuestra CONCIENCIA como un acto negativo e indeseable. De ahí surge el sentido de la culpa, del malestar ante un hecho que nos inquieta y preocupa. Incluso podemos llegar a confesarlo a alguien, porque no estamos en paz. Pensar o concebir un Eichmann sin sentimientos, sin sentido de culpabilidad es como alumbrar un monstruo autómata que solo se moviera por órdenes sin valorar ninguna. Una máquina programada para la obediencia extrema. Si a Eichmann le hubieran mandado exterminar a su propio padre, por el bien del Reich, tendría que haber obedecido como ser despersonalizado que no se hace preguntas. Una manera de conseguirlo es hacer ver que acabar con alguien no supone mal alguno, sino todo lo contrario: un bien social deseable, un beneficio común. En el momento en que se decreta la abolición de la dignidad del pueblo judío, se da pie para que se actúe contra él, por el bien del Estado. Es como combatir una plaga, ajena, incluso enemiga, de cualquier derecho fundamental.


 Hannah Arendt parecía tomarse en serio la posibilidad de un dualismo en toda persona: un virtuoso y su monstruo. La disciplina de partido, la jerarquía y las órdenes sustituyen a la droga que operaba ese cambio radical en la novela tenebrosa de Stevenson. Mas en el relato breve del autor escocés, Hyde nunca dejó de ser Jekyll, pues aun cuando escribía lo hacía con los rasgos caligráficos y la conciencia del buen doctor. Ese reguero de benignidad es lo que le conduce al suicidio con cianuro, su “solución final”.
En Saló o las 120 jornadas de Sodoma (1975), la dura pesadilla de Pasolini sobre la obra de Sade, interpretada en clave fascista, una de las comulgantes pasivas del drama orgiástico, humillante y destructivo, que se dedica a amenizar cada entreacto con una melodía al piano, se tira por una ventana. No puede soportar su complejo de culpa por ese espanto continuado que antes la dejaba indiferente, o con el que tal vez disfrutara. No se puede vivir sin alma, sin amor, sin conciencia ni sentimiento.
Muchos ex oficiales nazis escapados a Sudamérica parecieron, sin embargo, vivir sin conciencia. Reuniéndose y saludando con el brazo en alto a los antiguos camaradas, como si lo que hicieron hubiera sido lo correcto. Quizá estaban convencidos de que en verdad eran una raza superior, y que los demás hombres no tenían cabida en este mundo.

No deseo terminar mi artículo sin recordar la secuencia final de una gran película de Stanley Kramer, Vencedores o vencidos (El Juicio de Nuremberg, 1961). Cuando el juez norteamericano Daniel Haywood –personaje que encarna Spencer Tracy—acude a ver a la cárcel a su homólogo nazi, Ernst Janning (Burt Lancaster), condenado por él por crímenes contra la Humanidad. La cita ha sido concertada por Janning, quien desea justificarse, pedir perdón y entregar una confesión detallada de su actividad de magistrado prevaricador. Este es el diálogo, con la respuesta contundente de Haywood, que deja literalmente clavado a Janning:
JANNING.- Aquella pobre gente… aquellos millones de personas… Jamás supuse que se iba a llegar a eso. Debe creerme. ¡Debe usted creerme!
HAYWOOD.- Señor Janning, se llegó a eso la primera vez que usted condenó a muerte a un hombre, sabiendo que era inocente.
Más sobre "Hannah Arendt" (2012).