Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

domingo, 20 de mayo de 2012

El jinete solitario de Santa Fe.

El pasado viernes, 18 de mayo de 2012, celebramos un grupo de amigos en el Café Comercial de Madrid un cinefórum en torno al clásico El tercer hombre (Carol Reed, 1949). La animada tertulia que suscitó la película prueba que las grandes películas nos estimulan y nos siguen hablando eternamente.
El tercer hombre es una historia actual de perdedores, algunos honrados y otros sinvergüenzas. También es un retrato de falsas amistades y de obsesiones afectivas. Además de una reflexión nada baladí sobre el egoísmo consustancial a los mecanismos del poder y a las oscuras y perversas ambiciones que rigen la condición humana.

A la destruida Viena de la posguerra llega Holly Martins, jinete solitario de Santa Fe, escritor fracasado de novelas del Oeste baratas. Ha recibido invitación de su único “gran” amigo, Harry Lime. Pero cuando llega al domicilio de Lime, el portero le avisa de que ha fallecido víctima de un atropello. Holly se pone a hurgar y poco a poco le sale al paso una negra trama relacionada con el tráfico de penicilina adulterada. Harry no ha muerto, y está implicado. Hay una chica de por medio, Anna Schmidt, una refugiada checa con pasaporte falso, enamorada de los huesos del criminal Harry, que complica la determinación de Holly de colaborar con la policía en su detención. Anna sabe que Lime es un delincuente, responsable de las taras o de las muertes de numerosas personas. Pero no puede dejar de amarlo y de protegerlo… Mi buena amiga Catalina T. nos hizo observar el carácter obsesivo, malsano y enfermizo de esta dependencia de Anna hacia Harry, parecida a la que siente Holly por su amigo de siempre. Holly es un llanero solitario, pobre y sin amigos, que reverencia a Lime por sus dotes de supervivencia y de adaptación. Le cree un amigo verdadero y fiel, cuando en realidad de niños traicionó su confianza varias veces, y ahora sería capaz de asesinarlo si las circunstancias lo requirieran. En la famosa secuencia de la noria, en el Prater, Harry abre la portezuela de la cabina cuando más alto están y amenaza a su “amigo”: “--Si te cayeras desde aquí arriba, a nadie le daría por buscar un agujero de bala en tu cuerpo”. Martins, entonces, le revela que la policía ha abierto su ataúd y ha descubierto que sigue vivo. Si la autoridad ya conoce su secreto, Harry no tiene ya ninguna necesidad de matar a Martins. Pueden continuar como “amigos”. Lime incluso está dispuesto a que Holly le encubra y que participe en su negocio vil de medicamentos letales. Hay mucho dinero en juego, libre de impuestos. Total qué importa que muera gente, esos insignificantes puntitos negros que se ven desde la noria. Cuando uno cobra distancia respecto de sus semejantes es más fácil matar. Es más fácil matar con un cañón o con un rifle, o con una bomba arrojada desde un avión, que en la proximidad, cuerpo a cuerpo, con una pistola, un cuchillo, o con las manos. La conciencia parece aletargarse, quedarse más tranquila. Hitchcock nos recordó lo difícil que es matar a quien se tiene delante en la famosa escena de Cortina rasgada (1966), cuando al dogo de la policía política deben asesinarlo en el horno de gas de una granja el físico Armstrong y una colaboradora. Recordemos el violento y prolongado forcejeo de la víctima, el titubeo de la mujer para hundir el cuchillo de cocina en el lugar preciso, la lenta y drástica operación de arrastrarlo hasta la espita de gas y dejar que se ahogue; sus manos crispadas convulsionándose. Esto no lo hace cualquiera.

¿Es Harry Lime un criminal compulsivo, un psicópata? Desde luego, era un tramposo desde crío, cuando simulaba tener fiebre para no ir a un examen del colegio. Como los psicópatas, no alberga conciencia de culpa por los desmanes que su acción está cometiendo. Ahora bien, de haber podido encontrar otra manera menos dañina de hacer dinero fácil, ¿la hubiera preferido a esta del comercio ilegal de penicilina? Posiblemente sí. Quizá su faceta más repulsiva no hubiera aflorado nunca. Sin embargo –no lo olvidemos--, Harry se sonríe sardónicamente, como un niño travieso. Es como si se tomara la vida –y a los demás-- a chirigota. Harry es un cínico, un fingidor, y un mentiroso. Una cloaca humana, dispuesto a emular a los más baratos y silenciosos extras de la película, los roedores de las alcantarillas de Viena. Como muy bien señaló Jaime M., Harry es una rata. Un ser asqueroso. Pero una rata alimentada desde el sector soviético de la ciudad. Porque, a pesar de los ajustes de cuentas que se producen tras una contienda, también se protege a muchos seres abyectos que se ofrecen a colaborar con el vencedor. El fin, ya se sabe, justifica los medios, y la política a menudo no conoce límites para pactar. La democracia es una cortina de humo que no deja ver la roña que hay detrás, sosteniéndola. Quien crea en su honestidad como sistema, es un ingenuo, un idealista. “Ya no hay héroes”, se encarga de recordar Harry a su “amigo”.

Ahora bien, Harry ni es un neurótico, ni mucho menos un psicótico. Anna y Holly sí que dan la imagen de neuróticos, al estar prisioneros de un impulso de dependencia obsesiva que no admiten ni ven. Holly vence esa esclavitud al final, cuando se rinde a la evidencia de la escalada criminal de Lime. Pero Anna no; continúa enamorada profundamente de Harry, y por eso no acepta reunirse con Martins. Holly es el responsable del final del hombre de sus sueños, el nuevo Judas.

Para algunos, El tercer hombre coincide con nuestros tiempos en la profunda crisis existencial y de valores éticos que se han padecido y se padecen. La intensidad aguda de la cítara de Anton Karas –extrema en los momentos de mayor clímax—es como un grito estridente en la niebla. Estamos rodeados de podredumbre. Nadie defiende los derechos de nadie, y el mundo es ese carro de heno del Bosco, del cual cada uno toma lo que puede. Quienes piensan así se contagian del pesimismo nihilista del propio Lime, quien al bajar de la noria (otro símbolo de la rueda fatal de la Fortuna) comenta esta verdad incómoda:


En el mundo no hay hombres buenos y nobles que construyan. Solo construyen (y destruyen) los criminales, los pragmáticos, los ególatras. “El mundo se arregla pegando fuerte”, como decía el otro, el Espadón de Loja.

Para otros, la democracia todavía se puede salvar. Aún hay esperanza. Ahí está la labor impecable de la policía militar británica, haciendo justicia con Harry. No todo está perdido. La virtud sale enaltecida, y el vicio condenado.

***

*MITOLOGÍA:

El tercer hombre fue un proyecto de Carol Reed en colaboración con el novelista Graham Greene. Greene presentó un guion, que Reed y Orson Welles fueron retocando a conveniencia. Por su parte, los productores, Alexander Korda y David O’Selznick, exigieron supervisar los cambios, e impusieron el desenlace antirromántico del filme.

La película se rodó entre Viena y los estudios londinenses Shepperton. La escena de la llegada de Martins a la estación de Viena –dividida entonces en cuatro sectores aliados—no fue autorizada por los soviéticos, que cancelaron el permiso. Tuvo que rodarse improvisadamente, mientras unos miembros del equipo distraían a los policías rusos.

El verdadero comienzo, en el cementerio de la ciudad austriaca, anticipa el final, en el mismo camposanto y con parecidos planos. Es una determinación cíclica del universo, como redonda es la gigantesca noria del Prater, que hubo de reconstruirse para la película, pues estaba muy dañada por los bombardeos.

La fotografía es de Robert Krasker (ganador del Oscar) y los encuadres hacen hablar a la cámara, mediante sucesivas tomas en escorzo, picados y contrapicados, planos y contraplanos. Los momentos de honda tensión dramática vienen resaltados por  la cítara de Anton Karas, un músico callejero al que Reed escuchó un día por casualidad y al que contrató para poner música a la cinta. El tema principal de El tercer hombre encumbró y a la vez eclipsó a su compositor, al que siempre se pedía que volviera a la película.

El primer encuentro de Holly con Harry, de noche, en la calle, no está rodado en Viena, sino en una plazoleta de Londres, donde se pudo conseguir el efecto mágico de un haz de luz cenital intensa incidiendo en el rostro irónico de Lime, refugiado en el portal de una casa. Es un plano para la Historia del Cine, el mejor momento de Orson Welles como intérprete.

La persecución en las cloacas de Viena, excelentemente filmada y montada, fue alargada por el director, a quien gustó el efectismo y la intensidad de un delincuente atrapado como una rata en su propio medio. Los dedos que alcanzan con dificultad la cumbre, la tapa enrejada de la salida, no son los de Welles, sino los de Reed. Hay quien dice que el gran Orson, cansado de correr entre tanta porquería, se fugó de la ciudad antes de terminar la secuencia. Otras versiones, más verosímiles, explican que los dedos de Welles no cabían por los huecos de la tapa, y que por eso hubo de doblarlo el propio director.

Sin duda, El tercer hombre es el mejor trabajo tanto de Joseph Cotten –espléndido en su sobriedad—como de Orson Welles. Mucho más entretenido, emocionante, emotivo, sugerente y redondo que Ciudadano Kane (1941), El cuarto mandamiento (The Magnificient Ambersons, 1942), El extraño (1946), La dama de Shangai (1948) o Sed de mal (1958). Welles esgrimía un talento intelectual que no era aceptado como comercial por los estudios. Por eso fue un proscrito toda su vida, un mercenario que acabó vendiéndose en Europa a precios bajos en producciones sin calidad, con el fin de obtener dinero que invertir en sus proyectos locos, casi siempre inacabados.

Alida Valli, actriz italiana “descubierta” por Selznick, participa en El proceso Paradine (1947), una de las más flojas obras de Hitchcock. Más tarde rueda a las órdenes de L. Visconti Senso (1954).

En cuanto a Trevor Howard, había regalado su figura de galán sacrificado en la excelente Breve encuentro (1945), de David Lean. Consiguió sus mejores papeles al interpretar al cruel capitán Bligh en Rebelión a bordo (Lewis Milestone, 1962) y a Richard Wagner en Ludwig (1972), de Visconti.

Carol Reed concede protagonismo a los objetos: el cuchillo se detiene al trinchar el asado; el vapor del tren vela una ventana de estación; unas batientes se mueven y un abrigo cae al suelo. Son las sombras de los seres humanos, la huella fugaz y evanescente de sus acciones.


El largo, largo plano secuencia del final, cuando Anna rebasa la línea del expectante Holly, e incluso el mismo puesto de la cámara, pudo inspirar –a mi ver-- el también plano general que emplea David Lean en la secuencia del pozo de Lawrence de Arabia (1962), cuando T. E. ve llegar desde lejos al beduino sobre su dromedario, hasta alcanzar su posición.

A nuestro juicio, El tercer hombre debe ocupar espacio entre las diez o quince mejores películas de la Historia del Cine. La revista Cinemanía, en su nº especial 200 (mayo de 2012), la relega injustamente al puesto 120, por detrás de Los siete samuráis, de Kurosawa, y por delante de El exorcista y Los 400 golpes. ¿Cuáles serían, según esta revista, los diez mejores títulos del Séptimo Arte? Anotad: 1º. El Padrino (1972); 2º. El Caballero Oscuro (2008); 3º. Pulp Fiction (1994); 4º. El retorno del rey (2003); 5º. El Padrino II (1974); 6º. El imperio contraataca (1980); 7º. Casablanca (1942); 8º. La lista de Schindler (1993); 9º. El club de la lucha (1999); 10º. Cadena perpetua (1994). En fin, se comprende alguna, pero otras…

domingo, 6 de mayo de 2012

FINALES DE CINE-I: "The Eddy Duchin Story" (1956).


De cuantas biopics dedicadas por Hollywood a compositores esta y Música y lágrimas (‘The Glenn Miller Story’, Anthony Mann, 1954) son las mejores. Las más intensas en su romanticismo, la de más completa y bonita banda sonora, las más glamourosas.

Aunque Morris Stoloff ya se había ocupado de musicar la vida de Frederic Chopin en Canción inolvidable (1945), también para Columbia, no hay película en que su célebre Nocturno (Mi Bemol Mayor, op. 9/2) haya alcanzado cotas más altas de emotividad que en Eddy Duchin. To Love Again, en efecto, es evocado eternamente por Carmen Cavallaro, que es quien dobla a Tyrone Power en el filme de George Sidney. Cavallaro (1913-1989) era un pianista neoyorquino de música ligera, contemporáneo del homenajeado Duchin (1909?-1951), conocido por sus arpegios, que casi emulaba en el piano la sinfonía de los dioses. En cierto modo, se asemejaba al estilo de Eddy, pero exagerando la sublimación del lirismo. Sin embargo, sus versiones no cansan, son un gozo para el alma, y se pueden escuchar apaciblemente durante horas. Fue un niño prodigio, que tocaba canciones en un piano de juguete con tres años. Carmen era conocido como el poeta del piano, porque sus arreglos acrecientan el tono envolvente de melodías de siempre, como Fascinación, Bailando en la oscuridad, El humo ciega tus ojos, Cocktail para dos, Siempre en mi corazón, La vida color de rosa, Eres mía, Si yo te tuviera, y otras más.

Eddy Duchin era un farmacéutico que abandonó con acierto la botica por las orquestas de música ligera de 1930-40. Colmado de sueños, se fue de Cambridge (Massachussetts) al Casino de Central Park, donde debutó en la formación de Leo Reisman. Pronto se hizo cartel, por su habilidad de cruzar las manos sobre el teclado, y usar solo un dedo con la solapada. Seguía el swing más que el jazz. Conoció a Marjorie Oelrichs, una joven de la alta sociedad, que será su esposa. Marjorie (Kim Novak) –temerosa del viento que trae frío y desgracias-- muere al dar a luz a su hijo Peter (1937). Ese terrible hecho, distancia a Eddy de su hijo, y Peter queda al cuidado de sus abuelos maternos. Estalla la Segunda Guerra Mundial, y Duchin sirve en un destructor, en el Pacífico. A la vuelta, decide reconciliarse con el pasado y recupera la relación con el niño. Conoce a su tutora, Chiquita, de la que se enamora y con la que forma pareja. Pero pronto el infortunio vuelve a golpear a los Duchin: Eddy enferma de una forma de leucemia, y sus manos se debilitan.

Y es aquí donde llega la escena que nos interesa, y que cierra la película. Eddy se lleva a Peter (Rex Thompson) a dar un paseo por Central Park, al lugar donde se alzaba en otro tiempo el Casino de sus éxitos. Necesita decirle lo inevitable: que se va a tener que ir una vez más, pero no a una nueva gira, sino en contra de su voluntad, y para siempre. Que va a morir pronto. El niño termina aceptando este don amargo de la vida, y ambos regresan al hogar, donde los recibe Chiquita. Eddy le hace un gesto, para indicarle que Peter ya lo sabe. Ambos, padre e hijo, se quedan un momento solos.
--Yo cuidaré de ella, papá –dice Peter.
--Vamos a tocar con los dos pianos, ¿eh? –responde Eddy—Los Duchin al piano
Entonces se sientan, frente a frente, cada uno a su piano de cola, y Eddy inicia el tema principal del filme, To Love Again. El niño le sigue. Viene Chiquita. Eddy se levanta, va hacia ella, y le da un beso, mientras su mejilla roza la suya y su rostro se torna grave en un gesto de despedida. Luego se acerca a Peter y le dice: --Eres un gran pianista, hijo. Es difícil saber dónde termino yo y dónde empiezas tú.
Eddy vuelve a su piano, y siguen tocando, hasta que su mano se contrae, paralizada, y sale fuera de plano. La cámara se alza y muestra a Peter tocando solo, y a Chiquita detrás. Eddy ya no está con ellos. Pero vive en el talento de su hijo.
Es un final con una elipsis preciosa. Creo que no he saboreado un final más emotivo que este (solo el de Música y lágrimas se le parece).
Aquí lo tenéis:

Aunque se ha tildado la película de excesivamente sentimental y lacrimógena, el público reconoció sus méritos haciéndola una de las más rentables de 1956, junto con los musicales Ellos y ellas, El rey y yo, y Alta sociedad. El guion de Samuel Taylor, que adaptaba un relato de Leo Katcher, estuvo nominado al Oscar. La historia de Eddy Duchin recibió otras nominaciones: fotografía en color, sonido (lo ganó El rey y yo) y banda sonora (de nuevo El rey y yo). Para el Oscar a la mejor canción no estaba nominada --como es natural-- la pieza de Chopin, sino True Love (de Alta sociedad), compuesta por Cole Porter.
Peter Duchin siguió la trayectoria musical de su padre. Fue, también, escritor de novelas de misterio. En 1985, se casó con la actriz y escritora Brooke Hayward, hija de su productor musical y de la intérprete Margaret Sullavan.

miércoles, 2 de mayo de 2012

De fantasmas.


El folclore británico abunda en historias de fantasmas. Los fantasmas son una idiosincrasia, una tradición que no puede faltar en las islas. Cuando uno visita cualquier mansión inglesa o escocesa, lo primero que se pregunta es quién y dónde se aparece esta vez. Y seguro que la vieja casa tiene su fantasma. Es imposible equivocarse.

Oscar Wilde se encargó de desmitificar este mito en la maravillosa novelita El fantasma de Canterville, que parece un cuento cómico para niños, pero que, en realidad, tiene poco de inocente y sí mucho de juego irónicamente perverso, temiblemente burlón contra la moral victoriana; porque, al fin y al cabo, ¿qué hacen Sir Simon y la adorable Virginia cuando están a solas, que el espectro queda tan “encantado” que acaba regalando una valiosa colección de joyas a la niña? ¡Dios me libre, no quiero pensar mal!

Hay buenas colecciones de relatos ingleses de fantasmas. Y el cine terminó por incorporar esa tradición. Pero conseguir rodar una buena historia sobrenatural no es tarea fácil. Es muy corriente caer en los tópicos o en el ridículo, por no decir en el tedio del metraje soso y desaprovechado, donde solo pasa que no pasa nada.

La mejor película inglesa de fantasmas la filmó Jack Clayton en 1961, The Innocents, que en España se titulo ¡Suspense! Era una adaptación de Otra vuelta de tuerca, de Henry James, escrita para la pantalla por Truman Capote, quien, para evitar equívocos sobre la presencia real de los aparecidos, ideó una secuencia memorable en la biblioteca de la casa: el espectro llora, y sus lágrimas, veraces, quedan sobre una mesa. No cabía duda: la institutriz, Deborah Kerr, no sufría alucinaciones de señorita insatisfecha con picores, y veía verdaderos espíritus. Unos espíritus que venían del lado oscuro, del universo del Mal, para pervertir el alma de dos hermanitos con sus juegos lascivos y salvajes.

Sin embargo, los dos mejores largometrajes que yo conozco sobre fantasmas no son ingleses: se deben a Paramount y Universal Pictures. Me estoy refiriendo a The Uninvited (Lewis Allen, 1944), y a Al final de la escalera (Peter Medak, 1980).


Al final de la escalera (The Changeling) parte de un magnífico guion de William Gray y Diana Maddox, y está soberbiamente bien interpretada por George C. Scott y Trish Van Devere. Como es una película que está en la mente de todos, no me voy a entretener mucho con ella. Es la historia de un compositor que ha perdido trágicamente a su mujer y a su hija. Alquila una enorme y solitaria mansión para alejarse del mundo, descansar y componer. Pero la casa es asaltada por extraños ruidos acompasados, y el profesor escribe una nana que luego descubre que ya existía, en una vieja caja de música del desván. Un niño ha muerto en esa mansión. Un inocente que no puede descansar tranquilo. La escena más brillante y sobrecogedora, de las muchas que contiene la película, es cuando la escalera devuelve la pelotita infantil que el profesor acaba de tirar al río.

The Uninvited, que podríamos traducir como Los intrusos, es una impactante cinta de espectros, muy poco reseñada y vista, interpretada por Ray Milland, Gail Russell, Ruth Hussey y Donald Crisp. El guion es de Frank Partos y Dodie Smith, que adaptan una novela de Dorothy Macardle. La atmósfera es plenamente romántica. También hay una escalera, por donde descienden vaporosamente los fantasmas, realizados con una técnica que se adelanta a parecidas escenas de Poltergeist. Recuerdo una secuencia con un libro abierto sobre una mesa. Cuando los protagonistas abandonan la estancia, las hojas del libro comienzan a pasar solas. Un efecto copiado después en Al final de la escalera, cuando la tecla del piano desciende sola, sin que nadie la pulse. En The Uninvited, un compositor y su joven hermana compran un caserón de la costa inglesa. Pronto se escuchan unos extraños sollozos de mujer y se perciben aromas de flores en el interior. Dos espíritus se disputan el terreno: el de dos hembras que amaron al mismo hombre. Aunque inicialmente la película iba a evitar mostrar apariciones, la Paramount ordenó insertar varias, muy efectistas aún hoy, en posproducción. La banda sonora, maravillosa y envolvente, era de Victor Young, quien terminó popularizando suelto el tema “Stella by Starlight”, una melodía interpretada por Frank Sinatra, Tony Bennett, Ella Fitzgerald, Miles Davis y Ray Charles.

The Uninvited solo se ha comercializado en el mercado anglosajón en copias en VHS. Ahora, para este mayo de 2012, se espera una edición en DVD en Reino Unido. Quizá pronto llegue a España. Merece la pena hacerse con un ejemplar de esta película. Creo que ha sido voluntariamente relegada al olvido para que no hiciera sombra a cintas modernas, como Poltergeist y Lo que la verdad esconde (ambas, no obstante, muy buenas en su género, sin duda).
Después de estos dos títulos maestros que he comentado, merecería destacar otros dos más: La leyenda de la casa del infierno (John Hough, 1973) e Historia macabra (Ghost Story, John Irving, 1981). La primera se basa en una novela (Hell House) y un guion de Richard Matheson. Es la producción póstuma (falleció durante el rodaje en Inglaterra) de James H. Nicholson, fundador, junto a Samuel Z. Arkoff, de American International Pictures, que a partir de 1955 produjo filmes de terror de muy bajo presupuesto –a razón de 15.000 euros cada uno--, rodados en inglés en Italia y exportados a Estados Unidos. La leyenda de la casa del infierno cuenta la tétrica historia de cuatro especialistas de lo paranormal que se encierran en la mansión Belasco. El ambiente es plenamente victoriano. La atmósfera, gótica y sofocante. El propietario, Belasco, era un ser peculiar, con extrañas parafilias. Su alma inquieta ronda la casa y perturba el descanso de sus moradores. Es una película teatral, con deslumbrantes efectos interpretativos, a cargo, sobre todo, de Roddy McDowall y Pamela Franklin. Los brillantes ojos negros de una Franklin alucinada e hipnótica construyen lo mejor del filme. Los espíritus acosan sexualmente a las dos mujeres del grupo, hasta posesionarse de una de ellas. Los gritos y sonidos agudos abundan en el metraje. Hay muertos encadenados tras las paredes, pasadizos y habitaciones secretas.  Pero no se fundamenta en lo visual, puesto que el presupuesto era modesto y no daba para muchos excesos, sino en el excelente hacer de los actores (a los que hay que sumar a Clive Revill y Gayle Hunnicutt). Hay un “remake” de 1999, House on Haunted Hill, dirigido por William Malone, producido, entre otros, por Robert Zemeckis, e interpretado por el gran Geoffrey Rush.

Historia macabra se debe a Universal y fue escrita por Lawrence D. Cohen. La fotografía es de Jack Cardiff, y los efectos visuales, de Albert Whitlock. Como en el filme anterior, su mejor baza son las excelentes presencias de Fred Astaire, Melvyn Douglas (secundario de lujo en Al final de la escalera), Douglas Fairbanks Jr., John Houseman, Patricia Neal y Alice Krige. Cuatro ancianos se reúnen cada semana para contarse cuentos de miedo. Inesperadamente, por las noches empiezan a sufrir las terribles pesadillas de un espectro de mujer que les acosa. Una mujer real, con la que en el pasado todos tuvieron que ver… Una presencia espeluznante y mortífera, que irá dando cuenta de los cuatro amigos.

Es una película resueltamente inquietante, muy bien diseñada y realizada. Lo que verdaderamente cuenta en un largometraje de terror es la atmósfera y las interpretaciones, más que los efectos especiales en sí. Una ambientación esmeradamente gótica ya supone un treinta por ciento del filme; las interpretaciones, otro treinta por ciento; lo mismo que el guion; la dirección, posiblemente más de ese diez restante. Las películas de la Hammer se gozaban de suculentos decorados góticos, y de secundarios ingleses con formación teatral. Algo muy bueno.

Hoy día, el cine británico de fantasmas está intentando recuperar esa ambientación gótico-victoriana. La muestra más reciente, meritoria, aunque sin llegar a la altura de los ejemplos mencionados, es la producción de la BBC La maldición de Rookford, estrenada en nuestro país el viernes, 27 de abril de 2012. Está dirigida y coescrita por Nick Murphy. Los intérpretes son Rebecca Hall, Dominic West e Imelda Staunton. La joven mozuela Florence Cathcart, colaboradora de la policía británica, emula a Houdini y se dedica a desenmascarar a médiums y espiritistas. Es requerida por un tácito profesor de Historia –extraordinario Dominic West, con su rostro modelado a navaja-- para que investigue la presencia paranormal de un niño en un internado de la campiña inglesa. Las primeras secuencias del filme son flojas, pues Rebecca Hall (Vicky Cristina Barcelona) no consigue transmitir solidez y seriedad a su personaje. Después, una vez en la casa de marras, su interpretación mejora, se crece, levanta el vuelo, hasta hacerse verdaderamente insana como el propio decorado. Rebeca Hall es una actriz que se parece físicamente a nuestra fabulosa Maribel Verdú. Abundan los anchos pasillos, las habitaciones vacías, los huecos sin rellenar más que con los elementos de la imaginación. Si existe un objeto que destacar, este se sitúa en el ángulo opuesto de una estancia amplia y desocupada, jugando con los metros para llegar hasta él. La cinta aprovecha muy bien la antipatía de los caracteres representados (los hombres que enseñan en el colegio son unos reprimidos), el laconismo, la frialdad del espacio interior. Hay mucha economía de medios, y esto beneficia a la historia.


Olvidamos lo que no nos interesa recordar. Y nuestro pasado proyecta a veces fantasmas en nuestro presente. La maldición de Rookford es una historia sobrenatural, sí, pero también un relato de locura, de esquizofrenia paranoide, y de sutil crueldad malsana. Cómo no, hay la presencia de una gobernanta extrañamente diminuta, que redondea la actriz de El secreto de Vera Drake, Imelda Staunton; hay una casa de muñecas, en cuyos habitáculos se representa lo mismo que está sucediendo a escala natural. Hay pasadizos secretos, fotografías de difusas apariciones, curvaturas entre el pasado y el presente. El desvelamiento del misterio del internado apunta hacia múltiples direcciones: la proyección de los deseos fuertemente arraigados en uno mismo, el secreto familiar de alcoba, la búsqueda de un heredero, la deshonra por bastardía, la venganza del repudiado. Un juego de habitaciones clonadas al infinito, como cárceles de Piranesi, convierten el destino de Florence en un imposible laberinto de Creta. Y el Minotauro la va a devorar…