Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

domingo, 15 de abril de 2012

La pasión de descubrir.


En 1998 me enteré por la prensa de la publicación, a cargo del Consejo de Seguridad Nuclear, de Marie Curie y la Radiactividad. El libro se distribuiría gratuitamente por bibliotecas, centros de investigación y personas relacionadas de alguna manera con aspectos científicos. Rápidamente, escribí a su autor, el físico, investigador e historiador de la Ciencia D. José Manuel Sánchez Ron, hoy también académico de la Lengua (sillón G). Le expuse que yo era un investigador (me estaba doctorando en esos días), pero no de Ciencias, sino de Letras, y que, desde niño, había sentido admiración por la figura de María Sklodowska, a raíz del visionado de un clásico, Madame Curie (1943), dirigido por Mervyn LeRoy, e interpretado por la pareja Greer Garson y Walter Pidgeon. De hecho, yo era un enamorado de esa película, y Greer Garson, a quien después vi en Adiós, Mr Chips, La señora Miniver y Niebla en el pasado, se convirtió en una de mis actrices favoritas. D. José Manuel debió de coincidir con mi entusiasmo, pues no habían transcurrido quince días cuando me llegó por correo el ansiado ejemplar de su libro, que hoy guardo como oro en paño, con inmenso recuerdo y cariño hacia María y hacia él.


Madame Curie representaba para mí una gran aspiración: ser útil a la Ciencia, y formar tándem con alguien con mis mismas inquietudes descubridoras. En la película, María está sola al principio, pero da pronto con Pierre Curie, quien la acoge y le presta su laboratorio. Poco a poco, los trabajos iniciados por María atraen a Pierre, que se siente inclinado a colaborar en ellos, al tiempo de sentir también algo afectivo por María. Así vemos cómo dos almas inquietas se transfiguran en almas gemelas, y unen sus vidas en pos de su felicidad y en beneficio del progreso científico. Saber, descubrir, y amar. ¿Quién puede pedir más?

La vida no ha sido generosa conmigo y todavía no me ha permitido encontrar el beneficio del que disfrutó Pierre Curie. Pero esa es otra historia.

Llevar una historia de Ciencia al cine no es tarea fácil. Hay que sintetizar muy bien la realidad para volverla atractiva y comprensible al espectador. Hemos podido comprobar ese acierto en cintas como El aceite de Lorenzo (1992) y Una mente maravillosa (2006). El drama personal en ambos casos contribuye a reforzar el guion, uniéndose en simbiosis al eficaz tratamiento didáctico de la parte técnica. El antiguo Hollywood era especialmente hábil en recrear biografías de gente interesante. Se quedaban con lo bonito del biografiado, exagerándolo o maquillándolo, hasta conseguir la identificación plena del espectador con las actitudes y aptitudes de alguien modélico. Es lo que se conoce como biopic, es decir, biografía edulcorada. Así surgieron largometrajes de ensalzamiento de talento y virtudes, como El joven Lincoln (con Henry Fonda), Edison, el hombre (con Spencer Tracy), Noche y día (el falsísimo retrato de Cole Porter, con Cary Grant), El trompetista (con un excelente Kirk Douglas), Música y lágrimas (The Glenn Miller Story, con James Stewart), Tu mano en la mía (con Danny Kaye) y Eddy Duchin (con Tyrone Power). La fórmula a veces sigue funcionando, como en la excelente De-Lovely (2004, de Irwin Winkler), con Kevin Kline, uno de los más sólidos y portentosos actores de nuestro momento.

Con Madame Curie, Mervyn LeRoy extrajo las mayores virtudes interpretativas de la sobria Greer, quien sabía captar la atención del público al no pestañear en largos planos medios y enarcar la ceja, al tiempo de materializar un doble objetivo: el emocional y el didáctico. Madame Curie es una película que deberían ver todos los preadolescentes y adolescentes, porque va sobre uno de los más fascinantes impulsos del ser humano, aquel que atrapó a María y Pierre Curie, a Irene y Joliot Curie, a Santiago Ramón y Cajal y a Severo Ochoa, a Santiago Grisolía y Margarita Salas: la pasión de descubrir. Los secretos de la Naturaleza, que acaso una Inteligencia Suprema ha puesto en ella. Becquerel pensaba que un mineral llamado pechblenda –es decir, mineral de hulla extraído en Sajonia y Bohemia—encerraba elementos capaces de almacenar la energía de la luz del sol. Y que esos elementos, como bien se muestra en la película, impresionaban con ella placas fotográficas, reproduciendo el negativo de los objetos cercanos. Este poder –acaso una módica muestra de la energía que deja el Creador a su paso—fascinó de entrada a María Sklodowska, quien decide intentar aislarlo para determinar sus aplicaciones benéficas. 


Pierre Curie era muy diestro en el manejo y calibración del electrómetro de cuarzo piezoeléctrico, instrumento que mejoró él mismo en 1900. Este medidor es el que María utiliza para diseccionar cien gramos de pechblenda y comprobar la carga eléctrica de sus constituyentes. La pechblenda, con el uranio y el torio ya reconocidos, marca ocho. Sin embargo, medidos uranio y torio por separado, aislados de la pechblenda, se obtiene una lectura de dos para cada uno, o sea, cuatro en total. Eso quiere decir que la hulla sajona contiene algún otro componente, aún más poderoso que el uranio y el torio juntos. Ese será el componente que María se aplica en aislar, con ayuda de Pierre. Un componente activo que apenas llega a una milésima del uno por ciento del análisis químico de la pechblenda. Por supuesto, el radio. Hoy sabemos que contiene otros principios activos, como el polonio, el bario y el actinio, pero el guion los simplifica en el radio.


El matrimonio Curie comunica su suposición a la junta de la Universidad de París, quien solo les cede un destartalado cobertizo, a modo de invernadero, que fue antes usado como sala de disección. Adquieren la ingente cantidad de ocho toneladas de pechblenda, que ellos mismos van disolviendo con ácidos para separar de ella el uranio y el torio, e ir filtrando otros componentes mediante largas y numerosísimas cristalizaciones. Las manos de María se resienten y se llagan, por efecto de esa energía desconocida. Pueden adquirir el rango fatal de cancerosas, pero ella no desfallece ni flaquea y decide continuar en beneficio de la Ciencia. Horas y horas, días y días, meses y meses entre vahos de sulfuros y decenas de platillos donde se cristalizan las sales. Por fin se llega a la cristalización final, que ha de mostrar el aspecto del ansiado componente. Pero lo único que queda es una mancha en el fondo, un minúsculo residuo inconsistente. Desalentados, los Curie marchan a casa. En apariencia, han fracasado en su empeño. Pero María piensa: ¿y si esa huella impalpable es el radio, el elemento soñado? Convence a su marido para volver al cobertizo: llegan de noche, el laboratorio permanece a oscuras; entonces, a través de una ventana, se obra el milagro: del platillo solitario, al fondo de la sala, emerge una intensa fosforescencia. Con emoción, los Curie penetran en el laboratorio y se aproximan a la extraña luz. Como figuras en un lienzo de pintura flamenca, quedan ambos sumidos en un reflejo tenue. Ante ellos, el radio.

Es así como lo cuenta Eva Curie en La vida heroica de María Curie descubridora del radio (contada por su hija):

“La jornada de trabajo había sido ruda, y lo más razonable hubiera sido que los dos sabios se tomaran un reposo bien merecido. Pero los Curie, por lo general, no son razonables. Se ponen los abrigos, advierten al doctor Curie [padre de Pierre] de su fuga, y se van […] Llegan a la calle Lhomond y atraviesan el patio. Pedro pone la llave en la cerradura. La puerta rechina […]
--No alumbres—dice María, en la oscuridad, y luego añade con una leve sonrisa--: ¿Recuerdas el día que me dijiste: ‘Quisiera que el radio tuviese un buen color?’

[…] El radio tiene algo más que un ‘buen color’. Es espontáneamente luminoso. Y, en el hangar sombrío, […] sus siluetas fosforescentes, azuladas, brillantes, aparecen suspendidas en la noche.

--¡Mira! ¡Mira! –murmura María.

Se adelanta con precaución, busca, encuentra a tientas una silla de enea. Se sienta, en la oscuridad, en silencio. Las dos miradas se tienden hacia las pálidas luces, las misteriosas fuentes de los rayos, hacia el radio: ¡su radio!”

Lo que los Curie contemplan esa noche de 1902 es un decigramo de radio puro. Cuarenta y cinco meses después del anuncio oficial de su más que probable existencia.


Post tenebras spero lucem, rezaba el lema de Juan de la Cuesta, impresor del Quijote. ‘Tras la oscuridad, espero la luz’. Y la luz llega a los ojos de María, esos ojos cansados, forzados, que también herirá la radiación implacable.

Premio Nobel de Física de 1903 para Henri Becquerel y María y Pierre Curie, descubridores de la radiactividad.

Seguidamente, tras el momento de gloria, la tragedia: la desaparición de su compañero de fatigas y amante esposo Pierre. El jueves 19 de abril de 1906, un camión con más de cuatro toneladas de material militar arrolla en la calle a Pierre Curie, matándolo en el acto. El hecho hunde en primera instancia la moral de su viuda, quien, no obstante, anota en su autobiografía: “Me es imposible expresar la profundidad e importancia de la crisis que trajo a mi vida la pérdida de quien había sido mi más cercano compañero y mi mejor amigo. Destrozada por el impacto, no me sentí capaz de afrontar el futuro. No podía olvidar, sin embargo, lo que mi esposo solía decir a veces, que, incluso desprovista de él, debía continuar mi trabajo.”


Y, para bien del espíritu científico, María continuó trabajando. En 1911, nuevo Nobel, el de Química.

La versión de Mervyn LeRoy se cierra majestuosamente con un solemne discurso de María ante la Academia de Ciencias. Su belleza nos invita a reproducirlo aquí:

“Porque si ninguno de nosotros puede abarcarlo todo, cada uno, sin embargo, puede alcanzar algún ‘destello’ de la Ciencia que, aunque modesto e insuficiente de por sí, puede añadirse al sueño humano de la verdad. Y gracias a estas pequeñas luces entre nuestras tinieblas vamos distinguiendo, cada vez más, la silueta vaga todavía de este grandioso plan que constituye todo el Universo. Yo estoy siempre entre aquellos que creen que por esta razón la Ciencia encierra una gran belleza y con su gran fuerza espiritual llegará, con la ayuda del Tiempo, a arrojar de este mundo la maldad que hay en él, su ignorancia, su pobreza, las tristezas, las guerras y las dolencias.

Sigue tras la clara luz de la verdad, sigue nuevos senderos aún no hollados; cuando la vista del hombre llegue donde aún no puede llegar, jamás podrá faltarle el divino milagro. Cada edad tiene sus propios sueños. Deja entonces los sueños que ya son del ayer, ven, coge la ígnea antorcha de la Ciencia y edifica el palacio del futuro.”


 El guion de Madame Curie se basa en el texto biográfico de su hija Eva, y en él trabajaron Paul Osborn, Paul H. Rameau, Walter Reisch y el escritor de ficción Aldous Huxley. El proyecto partió de la célebre Anita Loos, y Huxley, que se había mudado a Hollywood en 1937, comenzó a desarrollarlo al año después. Pero sus resultados fueron demasiado literarios, y la Metro ordenó rehacer el guion. La versión que se aceptó no oculta la dificultad de María Sklodowska, como mujer, para abrirse camino en el mundo académico del París de 1900, pero suprime elementos reales importantes, como el apoyo que tuvo de su hermana, igualmente entregada a la investigación, y compañera suya en París. Evidentemente, se subrayan de manera didáctica inconmensurable los valores de tesón, entrega a un ideal noble y constructivo, el amor amigo, profundo y sincero en la adversidad, la búsqueda infatigable de la verdad.

Se ha realizado una versión más reciente de la epopeya de los Curie, protagonizada por la siempre gélida e inquietante Isabelle Huppert  (Los méritos de Madame Curie, 1997, de Claude Pinoteau), pero el resultado no le llega ni de lejos a este clásico de 1943, que contaba, además, con la colaboración de eternos secundarios de los años treinta y cuarenta: Henry Travers (Clarence, el ángel de ¡Qué bello es vivir!), Robert Walker (pérfido asesino misógino e intrigante homosexual en Extraños en un tren), C. Aubrey Smith (héroe de batallita en Las cuatro plumas), un casi desconocido y jovencísimo Van Johnson y una todavía muy pequeña Margaret O’Brien (ambos coincidirían de nuevo, con Mervyn LeRoy, en Mujercitas).

* * *

Greer Garson se llamaba así realmente. Nació en County Down (Irlanda del Norte) el 29 de septiembre de 1908. Se preparó para maestra de escuela y estudió Bellas Artes en la Universidad de Londres. Al mismo tiempo, se inició en el teatro, llegando a compartir cartel con Laurence Olivier en una versión de Romeo y Julieta, de Shakespeare. Actuando en Londres la descubrió una noche de 1938 el mismísimo Louis B. Mayer, quien se la trajo a la MGM. En 1939 le llegó su primer papel importante, el de esposa de un despistado profesor de Latín y Griego, Robert Donat –ganador del Oscar—en Adiós, Mr Chips. El maestro se la encuentra por casualidad durante la subida a una montaña; y ahí está ella, esperando. Seguidamente protagonizó Más fuerte que el orgullo, basada en una novela de Jane Austen. El guion era de Aldous Huxley, contaba con Laurence Olivier, y contiene diálogos de gran efecto y calidad. En 1941 se inició su relación profesional con Walter Pidgeon (a quien las malas lenguas tachan de homosexual discreto), con quien hace la muy endeble De corazón a corazón, historia de un orfanato. En 1942, amanece su primer triunfo rotundo, La señora Miniver, cuando incorpora al prototipo de esposa valiente, resuelta, abnegada y luchadora en quien se creen reflejar todas las madres anglosajonas durante la Segunda Guerra Mundial. Greer ganó su Oscar y lo agradeció con un discurso inmensamente largo. De ese mismo año es Niebla en el pasado (Random Harvest, de Mervyn LeRoy), uno de los más potentes y nostálgicos melodramas del viejo estilo, con un Ronald Colman carente de identidad y una sufrida esposa, nuevamente, que le ayuda a reconocerla. En 1943, filma Madame Curie, un papel que había sido antes rechazado por Greta Garbo y que Joan Crawford codiciaba. En 1945, hace de sirvienta enamorada de señorito en El valle del destino. A partir de 1948, su estrella declina y sus películas pierden notoriedad. En 1953, le llega un pequeño papel, la Calpurnia de Julio César, de Mankiewicz. En 1960 acometió su última interpretación importante, y su séptima candidatura al Oscar, el rol de Eleanor Roosevelt en Amanecer en Campobello. Casada desde 1949 con un magnate del petróleo, falleció en Dallas (Texas) el 6 de abril de 1996.
Mervyn LeRoy era un artesano de los estudios, especializado en el melodrama. Debutó en el cine negro, en Warner Bros., con producciones baratas, pero efectivas, como Hampa dorada (Little Caesar, 1931, con Edward G. Robinson) y Soy un fugitivo (1932, con Paul Muni). En 1932, dirigió a Humphrey Bogart en dos de sus primeros filmes: Big City Blues y Three on a match (junto a Bette Davis). En 1940, ya en MGM,  realiza uno de sus dramas cumbre, El puente de Waterloo, con Robert Taylor y Vivien Leigh, plagado de romanticismo y nostálgica ensoñación. Durante la Segunda Guerra Mundial, filma Niebla en el pasado y Madame Curie. De 1949, es su adaptación, en color, de Mujercitas (con June Allyson y Elizabeth Taylor). De 1951, es su película más espectacular y ambiciosa: Quo Vadis?, rodada en Cinecittá entre majestuosos decorados de la Roma clásica, con un no superado Peter Ustinov en la piel de Nerón. En 1952, dirige a la nadadora Esther Williams en La primera sirena, la mejor película de esta, con excelentes coreografías acuáticas. En 1962, desnuda a Natalie Wood en La reina del vodevil.

Para saber más acerca de la vida y los trabajos de María Sklodowska de Curie, pulsar aquí.

sábado, 7 de abril de 2012

"BEN-HUR" (1959): El agua de la vida.


El agua. Se dice que el origen de la vida estuvo en el agua. En torno al agua crecen la vegetación y los oasis, y la tierra se puebla de seres vivos. La ausencia de agua provoca la sequía, la aridez, la muerte del desierto.

A menudo un corazón sin amor es un alma sin esperanza. El vacío de amor conduce al yermo. La ausencia de Dios y la falta de fe en su caridad y en su promesa de vida eterna suelen convertir la conciencia en una batalla campal de angustias e incertidumbres.

Un día un general norteamericano de la Unión, Lew Wallace (1827-1905), viajaba en tren. Era un militar sin convicciones precisas, más bien agnóstico. Pero eso no quiere decir que anduviera en paz consigo mismo; probablemente, como tantos otros dubitativos, sufriría una guerra interior. El caso es que junto a él se sentó un furibundo divulgador del ateísmo y del agnosticismo: Robert Ingersoll, un materialista. Pronto comenzaron a intercambiar impresiones. El teórico positivista atacó de tal manera los preceptos y creencias de la fe cristiana, que Wallace se quedó desagradablemente impresionado. Al finalizar el viaje, se puso a meditar en ello, en todo el odio contra la religión vertido por aquel divulgador, y entonces decidió que él estaba llamado a contrarrestar tales posturas. Comenzó a idear una historia de ficción basada en los tiempos de Cristo. La vida de Jesús de Nazaret cruzándose con la de un nacionalista judío, el príncipe Judá Ben-Hur, quien a su vez  entraría en liza con un militar romano, el tribuno Mesala. La búsqueda de la independencia del pueblo de Israel del yugo imperial latino, confrontada con el mensaje de paz y de perdón universales extendido por un joven rabí obrero.

La sinopsis de Ben-Hur es, a estas alturas, bien conocida: hacia el 26 d. C., el tribuno Mesala llega a Jerusalén para sofocar cualquier conato de rebelión. En sus planes entra un fiel amigo de la infancia, el príncipe Judá, a quien pedirá que le ayude a someter a sus díscolos compatriotas. Pero Judá no es un traidor, ni un amigo del mundo romano. Es un judío convencido del porvenir próspero y libre de su pueblo. Así pues, se abstendrá de ayudar a Mesala. Cuando el nuevo gobernador entra en Jerusalén, la fatalidad hace que una teja de la casa de Hur se desprenda y hiera al prefecto romano. Esta circunstancia casual es vilmente aprovechada por Mesala para encarcelar a su amigo y su familia –su madre y hermana—y ofrecerlos como cabeza de turco para el escarmiento imperial. Judá, sin juicio previo, es condenado a galeras, mientras que su madre y hermana son encerradas en las mazmorras de la ciudadela. Pasan tres años de duro cautiverio. Durante una expedición para combatir la piratería mediterránea, la flota romana se enfrenta a una escuadra hostil. En el sollado de la nave del cónsul Quinto Arrio, está preso el galeote 41, Judá Ben-Hur. “Rema bien, y vive”, reza el lema esclavista romano. La resistencia del galeote 41, unida a su ansia tremenda de revancha, causan honda impresión favorable en Quinto Arrio, quien ordena que no se le mantenga encadenado durante la lucha como a los demás presos. En el transcurso del sangriento abordaje, Arrio cae al mar y Ben-Hur se lanza tras él para salvarlo. Ambos se suben a unas tablas a la deriva. En cuestión de horas, son recogidos. La batalla ha sido ganada por las naves del cónsul. En agradecimiento, Arrio libera a Judá y lo conduce a Roma, a su casa. Con el tiempo, lo convierte en un auriga victorioso y en su hijo adoptivo. Judá aprovecha esta circunstancia ventajosa para seguir su plan de venganza: vuelve a Judea y compite en el circo con su enemigo Mesala. Durante la carrera, Mesala es arrollado por los carros y fallece destrozado. Judá cree que su madre y hermana han muerto en prisión, pero la joven Esther, hija del mercader Simónides y enamorada del príncipe, le termina conduciendo hasta ellas. Malviven en el Valle de los Leprosos, condenadas por esta dolencia sin remisión. Es entonces cuando la última esperanza llega a la casa de Hur: un joven predicador de Nazaret está haciendo milagros, mientras solicita el perdón de las ofensas y promete la vida eterna. Judá y su familia asisten a las postreras horas de Jesús tras su juicio: su laceración y su crucifixión. Milagrosamente, sin embargo, madre y hermana de Judá quedan curadas de la lepra, y la paz y la alegría vuelven a aquella familia de nuevos creyentes.


 Desde la publicación de la novela original, en 1880, se vio el alcance épico y colosal de la historia. Había dos episodios particularmente efectistas: el combate de galeras en la mar, y la carrera de cuadrigas en el circo. Más tarde que nunca, en 1899, el general accedió a una versión teatral, con la condición de que nunca apareciera la efigie de Cristo, cuya majestad era escenificada mediante un haz de luz blanca y brillante. Esta ausencia de la imagen del Redentor se mantendrá después en las adaptaciones cinematográficas de 1925 y 1959, y recuerda a la exigencia hebrea, musulmana y protestante de no fundamentar las creencias sobre representaciones artísticas de la divinidad. Subidos a una gran plataforma con una correa sin fin, corrían los carros. En una ocasión, el mecanismo atascó la rueda de Ben-Hur, y ganó la competición Mesala. Pero hubo que fingir que había triunfado Judá, como era de ley. En cuanto al combate naval, se hacía sobre olas artificiales de tela y cartón. Aquello comenzó a dar dinero al general, quien no llegó a ver cómo le pirateaban su texto para una pírrica primera versión en celuloide de Ben-Hur, de 1907, que tan solo duraba quince minutos. Los bomberos de Nueva York fueron los encargados de correr con los carros en la playa de Manhattan. Los herederos litigaron con la productora y el Supremo ordenó compensarles con 25.000 dólares de entonces.

En 1925, llegaría la primera gran producción autorizada de Ben-Hur. La comenzó en Italia, con enormes tropiezos, Goldwyn Pictures. Cuando el coste económico y organizativo se hizo insoportable (pues los fascistas y comunistas italianos saboteaban el rodaje un día sí y otro también), se ofreció el proyecto a otras dos compañías, Metro Pictures y Mayer Pictures. Así es como Louis B. Mayer e Irving Thalberg tomaron las riendas de los caballos árabes de Ben-Hur, pusieron orden en los equipos y la película pudo finalizarse, eso sí, por un monto exagerado de cuatro millones de dólares. Y tardó lo suyo en producir beneficios; de hecho, casi no llegaron hasta el reestreno de 1931, cuando a la versión muda se le añadieron algunos efectos sonoros y una música de fondo.


 Esta versión muda, rodada en blanco y negro, con algunos fotogramas coloreados a mano, incluía primigenias secuencias en tecnicolor, en concreto, todas las relacionadas directamente con la vida pública de Cristo, de quien solo se veía su brazo desnudo. Judá se encuentra con Mesala casi por casualidad. No hay entendimiento entre ellos, y los juegos infantiles pertenecen al pasado. Mesala es un oficial del Imperio, y Judá un nacionalista judío próximo a los zelotes, la facción proclive al uso de la fuerza contra el ocupante romano. De hecho, cuando Judá regresa a Oriente, a Antioquía de Siria --que será, por cierto, el primer enclave donde los seguidores del nazareno recibirán el título de cristianos--, se dispone a organizar un ejército de dos legiones, con ayuda del jeque Ilderim. Judá se ve a sí mismo como un instrumento de la labor mesiánica de Jesucristo, a quien concibe en principio como un rey y libertador terrenales. En el camino hacia el Gólgota, empero, una luz ilumina su espíritu ardiente y colérico: Judá tira su espada al suelo y entiende que el reino de aquel Mesías no es de este mundo. Hay tres secuencias particularmente bien logradas en este filme: a los Magos les guía una lluvia de estrellas, una de las cuales permanece enigmáticamente suspendida en el cielo, hasta aumentar portentosamente su magnitud y su brillo; cuando Judá se topa por primera vez con Esther, hija de Simónides, su sirviente, está persiguiendo una paloma blanca que tiene dañada un ala; cuando la captura, se la devuelve a la muchacha, como clara premonición de una alianza de paz; después de recibir el agua de manos de Ben-Hur, el Salvador continúa su tortuoso camino hacia el Calvario, pero no le vemos avanzar, sino que la cámara va mostrando las huellas de sus pies desnudos, tintos en sangre, sobre el pavimento de la Vía Dolorosa.


La antagonista de la casta Esther es Iras la Egipcia, quien seduce a Mesala y es la encargada de averiguar que Judá vive y será el rival de aquel en el circo. La carrera de cuadrigas se rodó en un plató monumental, con una espina central y unas estatuas grandiosas que anticipan indudablemente la escenificación de su remake de 1959. La posición de las cámaras en la salida de las curvas y sobre los extremos de la espina también serán imitados después. Los primeros planos siguen a los aurigas desde camiones. La espectacular secuencia dura siete minutos y cincuenta y ocho segundos, solo medio minuto exacto menos que su homónima de 1959. Para el trágico final de Mesala se aprovechó el choque real fortuito de varios carros a la salida de una curva. Entre los ayudantes de dirección se encontraba un joven William Wyler, futuro responsable del remake.


 Así llegamos a la versión de MGM de 1959, ideada para salvar de la ruina al estudio. Costó la friolera de quince millones de dólares, y se comenzó a preparar en Cinecittá en 1957. De hecho, la Metro alquiló por entero los platós italianos, donde se construyeron los enormes decorados: el circo, el estanque artificial para el abordaje naval, el foro romano, la mansión de Arrio, las calles de Jerusalén, la casa de Hur, etc. El hábil productor Sam Zimbalist, responsable anteriormente de Quo Vadis? (1951), murió durante la filmación, se dice que a consecuencia del estrés. El rodaje, sin guion terminado, se prolongó en Roma durante diez meses de 1958. De ellos, cinco se los pasó Chuck (Charlton Heston) aprendiendo a guiar una cuadriga (en sesiones de dos horas diarias, al cuidado del especialista y experto vaquero Yakima Canutt). El tiempo muerto en el estudio, lo pasaba realizando bocetos a lápiz de cuanto le llamaba la atención. De los muchos libretos presentados, se aceptó con reservas el de Karl Tunberg. Zimbalist reclutó a su amigo Gore Vidal para que lo retocara, pero a Wyler no terminaban de gustarle los diálogos, y contrató a su vez al dramaturgo Christopher Fry para que los puliera y adornara. Como ocurrió con Casablanca, en el plató se rodaba lo escrito justo la tarde anterior. Y aun así resultó. La carrera de cuadrigas –la escena cinematográfica de acción más espectacular y genial jamás filmada—se rodó en tres meses en un circo romano levantado al efecto, con estatuas de nueve metros de altura sobre una espina central, y sendas rectas de 457 metros de longitud. Los graderíos y el fondo fueron ampliados mediante la superposición de pinturas mate, como sucedió también para engrandecer el foro romano. Edward Carfagno, quien había creado los efectos de decorado de Quo Vadis?, se encargó de esta tarea (el legendario director artístico de la Metro, Cedric Gibbons, había fallecido ya). Quince mil extras vitoreaban a los actores principales. Para subrayar su malevolencia, Stephen Boyd, el actor irlandés que encarnaba a Mesala, llevaba lentillas marrones. Joe Canutt dobló a Charlton Heston en las escenas de saltos sobre obstáculos. A tal efecto, llevaba un molde del rostro de Heston. Dirigían las tomas Yakima Canutt y Andrew Marton. El encargado de manejar las pesadas y costosas cámaras de 65 mm, usadas más tarde en Lawrence de Arabia, era Robert L. Surtees. En la salida en falso de una curva, una cuadriga impactó de lleno contra una cámara y la hizo trizas. Cien mil dólares al vertedero. Se calcula que el costo diario aproximado del filme fue de dos mil dólares. El director, William Wyler, se llevó él solo un millón neto. Ben-Hur fue un éxito de taquilla y salvó al estudio. La promoción publicitaria de la película incluyó viajes de Heston a Japón y a otros rincones del mundo, carteles y vallas enormes, libros, folletos, juguetes, reproducciones de recuerdos del atrezzo, etc.

Hay una parte del decorado de la casa de Hur que nos recuerda a una pintura de nuestro Velázquez; en concreto a uno de los lienzos que el genio sevillano dedicó a retratar la villa romana de los Médicis, en su segundo viaje a Italia, hacia 1649-50. Edward Carfagno, ayudado por su hijo, se documentó meticulosamente para obtener localizaciones precisas para el filme de Wyler. Los arcos del jardín de los Hur y el entorno arbolado recuerdan la vista ofrecida por El pabellón de Ariadna, el óleo de Velázquez que anticipa el estilo impresionista, y que se puede contemplar en el Museo del Prado de Madrid.


En esta nueva versión, desaparece Iras, y Mesala se queda sin ligues femeninos. Nunca lo vemos con una mujer. Cuando Gore Vidal ideó el reencuentro entre Judá y Mesala, y su posterior discusión, pensó en la riña entre dos amantes. Piénsese lo que se quiera. Pero lo de la amistad traicionada funciona realmente en la película. En el relato original, Judá le dice a Mesala: “Recuerdo la separación. Tú te ibas a Roma. Yo te vi partir y lloré, porque te quería. Los años han pasado, y tú has vuelto perfeccionado, refinado como un príncipe… No, no me burlo. Y sin embargo…, y sin embargo, me gustaría que fueses el mismo Mesala que se marchó”. Y luego musita Judá: “¡Eros ha muerto! ¡Marte reina!”


Lo que me interesa destacar de esta magnífica Ben-Hur de 1959 es su simbología. En particular, como indicaba al principio, la simbología del agua. El agua –signo y expresión de vida-- actúa como un hilo conductor a lo largo del metraje. Del mismo modo a como el agua hace brotar un paraíso en el desierto, el agua clara y limpia es la bendición de Dios, la Salvación y el camino hacia la Eternidad feliz.Estaba consignado así en los profetas. En Isaías (12, 3): “Sacaréis agua con júbilo de las fuentes de la Salvación”. En Ezequiel (36, 25-27): “Os rociaré con agua pura y os purificaré de todas vuestras impurezas e idolatrías. Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; os arrancaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros…” Es esa misma agua que Juan, primo de Jesús, derrama sobre las cabezas de sus seguidores, como señal de que el espíritu del Señor desciende a la tierra y se filtra en las conciencias. El propio Jesús equipara su legado con el agua de vida eterna: “El que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed. Porque el agua que yo quiero darle se convertirá en su interior en un manantial del que surge la vida eterna”. Hay cinco momentos del filme donde se alude a esta simbología. Cuando Mesala visita la casa de Hur, se comenta que en el patio, en el centro, había antes un pozo, que se había secado y que ha sido sustituido recientemente por una fuente de caños. El agua como esperanza de paz, de amistad y de acogimiento. No olvidemos que aquí Judá es un judío honrado y pacifista, opuesto a toda discordia, a quien agradaría que Roma abandonara Judea por propia iniciativa. Ben-Hur deplora la violencia y a los violentos. Ahora bien, no está dispuesto a entregar a nadie de su religión y no quiere convertirse en un esbirro del romano. Esto lo distancia del tribuno, quien lo enviará a galeras. A su paso por la pequeña Nazaret, recibe ayuda de un misterioso personaje, quien desafía a los guardias para darle de beber agua en un cazo. Este individuo cuya presencia impone es Jesucristo, y solo se le ve de espaldas. Años más tarde, Judá le devolverá el favor, calmando su sed camino del Gólgota. Ambas escenas, con Judá y Cristo, aparecen también en el filme mudo de 1925. Judá atraviesa maniatado el desierto de Judea –que representa la vieja ley, el oscurantismo, el odio, la muerte—y alcanza unas gotas de esperanza en tiempos mejores y más justos. El cuarto momento relacionado con el agua es cuando Ben-Hur sella su pacto con un agnóstico, Quinto Arrio, comandante de la flota imperial. Los dos náufragos son recogidos del mar por una galera romana. Lo primero que hace Arrio al llegar a bordo es ofrecer un cazo de agua a su salvador, el joven remero Judá, quien lo acepta de buen grado. Judá ha salvado de la muerte a un descreído que, paradójicamente, a su vez, rehabilita al héroe y permite su salvación futura. ¿Sería Quinto Arrio alter ego de Lew Wallace? Wallace –antiguo agnóstico-- está salvando las virtudes de la civilización cristiana occidental al crear Ben-Hur. Al mismo tiempo, como en el caso del jeque Sheik Ilderim, nos está diciendo que no importan la religión o la raza, sino el fondo humano de cada hombre. Los gentiles también están llamados a participar, consciente o inconscientemente, en la obra de la Salvación, en el Plan de Dios. La quinta gran escena que se identifica con el agua es cuando llueve tras la crucifixión y avanzan torrentes de agua pura mezclada con la sangre de Cristo: los ríos de vida eterna. En ese momento tiene lugar la curación milagrosa de Myriam y Tirzáh, madre y hermana de Ben-Hur. El agua de lluvia y el resplandor de los relámpagos limpian de la lepra sus rostros. Como dice el sabio Baltasar, no para este final vino Él al mundo, sino para este principio. Para sellar la nueva alianza de Dios con los hombres, a quienes, con el sacrificio de su propio Hijo, ofrece el perdón de todos sus pecados y su Salvación. Y aunque veáis maldades sin cuento, no os dejéis llevar por la violencia, porque en lo doloroso se pone a prueba la fe de cada uno.


Jesucristo vino a extender al mundo el mensaje de amor que se vive en la pareja. Estamos hechos para el amor, que es lo que nos llena verdaderamente y nos redime. En palabras de monseñor Carlos Morán Bustos: “La crisis del amor se traduce en una verdadera y trágica crisis del hombre, que es, por encima de cualquier consideración, un ser capaz de amar, llamado al amor, no como destino que le sobreviene, sino como anhelo que está en lo más profundo de su ser. Hasta tal punto es así que el hombre solo alcanza la plenitud de lo que está llamado a ser en la medida en que ame y sea amado. Si se trastoca esto, queda trastocado el modo de vivirse el hombre en autenticidad”. En Ben-Hur, es Esther quien canaliza el odio y el rencor de Judá hacia otras miras, si bien es verdad que una vez destruido Mesala y salvadas de la muerte Myriam y Tirzáh. ¿Hubiera quedado sosegado el pecho de Judá de irse Mesala de rositas y morir de lepra su familia? ¿Habría oído, entonces, la voz del Maestro? Interesante cuestión.


Esta versión de Ben-Hur constituye, así mismo, una de las primeras epopeyas modernas. El hombre está solo consigo mismo, con sus problemas, y está condenado a ser, a existir. Judá se mueve entre la masa, esa cantidad ingente que los romanos quieren censar una vez y otra. Sufre una durísima agresión injusta contra su familia. Y nadie le responde (salvo su fiel criado Simónides). Es condenado a morir en galeras, y allí te las veas. Pese a la espectacularidad de la puesta en escena, siempre vemos a un hombre solo enfrentado a la resolución de un conflicto. Aún más que en Espartaco (1960), de Kubrick, o que en Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago, de Lean. Porque en estos casos el personaje no estaba arraigado a los suyos, a su familia, sino que eran seres independientes sin ligazón. Bien es verdad que, en la década de los sesenta, se iniciará un ciclo de películas frías sobre el destino trágico del individuo: Beckett (1963), de Glenville, Lord Jim, de Richard Brooks, Un hombre para la eternidad (1966), de Zinnemann, El coleccionista, de Wyler. En Ben-Hur aún podemos ver cómo el personaje tiene a alguien a quien agarrarse, vuelve al regazo, puede sentir el cariño y el amor de sus seres queridos. Esta es su mayor recompensa por su denuedo. Que por duro que te vaya en la vida, y aun cuando salgas bien parado, tu familia no te falla.

¿Qué mensaje político esconde el Ben-Hur de 1959? Es decir, ¿con qué segundas intenciones –si las hubo—se hizo la película? Evidentemente, la historia plantea la alianza del hebreo pacifista (Judá) con el occidental sensato (Quinto Arrio) y el árabe amistoso (el jeque Ilderim). En 1956, Nasser había decretado en Egipto la nacionalización del Canal de Suez, que en octubre de ese año fue respondida por un rápido ataque israelí, apoyado por fuerzas franco-británicas. En 1958, el mismo Nasser fundó la República Árabe Unida (RAU), una especie de coalición panarábiga que volvía a amenazar a los intereses de Israel. Por otra parte, Argelia caminaba hacia su liberación. Evidentemente, el mundo árabe estaba revuelto, y sus posiciones chocaban con las de los judíos. En este Ben-Hur, desaparece Iras la Egipcia, una cortesana incómoda y de no buena imagen, pero se mantiene a Baltasar, uno de los magos que adoran al niño Jesús y el encargado de hablar a Judá del plan mesiánico. Cuando después se ruede Éxodo (1960), de Otto Preminger, se mantendrá la imagen del moderantismo para ciertos árabes avenidos. Lawrence de Arabia (1962), de David Lean, ofrecerá el panorama desolador de un espíritu tribal entre los árabes.

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*Lew Wallace, general de la Unión, fue abogado de fortuna y gobernador de Nuevo México entre 1878 y 1881. En 1879, Wallace traicionó a Billy el Niño: le prometió el indulto a cambio de su testimonio en un juicio por asesinato. Billy cumplió, pero el gobernador no. Así son las cosas de la res publica. En 1873, publicó su primera novela, The Fair God, sobre la conquista de México. En 1889, llegó La infancia de Cristo, aprovechando el tirón de Ben-Hur. De 1893 es The Prince of India, una narración sobre el Judío Errante. Y en 1906, llegó, póstuma, su autobiografía en dos volúmenes.

**William Wyler (1902-1981), de origen alsaciano, emigró a Estados Unidos. Llegó a Hollywood como utilero y guionista de Universal en 1922. En 1924 participó como ayudante de dirección en la primera gran versión de Ben-Hur. A partir de 1928, dirigió varios westerns de mínimo presupuesto. En la década de los treinta, comenzó a llamar la atención de los estudios, que le encargaron proyectos más relevantes. En 1939, estrena Cumbres borrascosas, una maravillosa adaptación de la novela homónima, cuya atmósfera de los páramos, de intensa nostalgia y de arrebatado romanticismo no han sido igualados. Se destacaba por ser un director académico, un artesano eficiente, capaz de dotar de solidez dramática a sus filmes. Fue el realizador preferido de Bette Davis, con quien mantuvo un romance y a quien dirigió en portentosos dramas (Jezabel, 1938; La carta, 1940; La loba, 1941). Conmocionó el alma de Norteamérica al filmar dos historias sobre el impacto de la Segunda Guerra Mundial en las familias: La señora Miniver (1942) y Los mejores años de nuestra vida (1946), por los que ganó el Oscar al mejor director. Este segundo título es uno de los mejores y más elocuentes dramas jamás filmados en Hollywood. Después vinieron La heredera (1949), adaptación sublime de Washington Square, de Henry James, Vacaciones en Roma (1953) –una entrañable y deliciosa comedia con Audrey Hepburn y Gregory Peck--, La gran prueba (1956) –soberbio Gary Cooper--, Horizontes de grandeza (1958) –colosal enfrentamiento entre dos terratenientes--, La calumnia (1961) –sobre una presunta relación lésbica entre dos profesoras de un internado--, y El coleccionista (con Terence Stamp).


***Charlton Heston (nacido en Evanston, Illinois, en 1924; fallecido recientemente de Alzheimer), parecía hecho, por su portentoso físico atlético, para encarnar personajes históricos: Moisés, Judá, el Cid, Miguel Ángel. De niño tuvo una distante relación con su padre, quien apenas le trató. De ideología conservadora, se puso a las órdenes del especialista en relatos épicos Cecil B. De Mille, con quien rodó El mayor espectáculo del mundo (1952) y Los diez mandamientos (1956). Su caracterización del profeta y libertador Moisés fue tan impresionante que, se dice, los beduinos lo aclamaban como el auténtico al verle descender por la falda del monte Sinaí. De hecho, estaba calcada sobre la efigie en mármol tallada por Miguel Ángel, a quien Heston dio vida en El tormento y el éxtasis (1965), de Carol Reed. En 1958, rueda dos grandes películas: Horizontes de grandeza, a las órdenes de Wyler, y Sed de mal, dirigida por Orson Welles. En 1959, salta literalmente al escenario para recoger, de manos de Susan Hayward, el Oscar por Ben-Hur. Entre 1961 y 1962 rueda en España, para Samuel Bronston, El Cid y 55 días en Pekín. A las órdenes de Franklin J. Schaffner, interpreta El señor de la guerra (1965) y El planeta de los simios (1967). Seguirá rodando a lo largo de la década de los setenta (El último hombre vivo, 1971), y hasta los noventa, cuando su hijo, Fraser Heston, lo dirige en una eficaz nueva versión de La isla del tesoro (1989). Ha sido duramente criticado por presidir durante varios años la americana Asociación Nacional del Rifle, pero se suele olvidar su defensa decidida por los derechos civiles de los ciudadanos de color. Era un hombre humilde, afable y más bien tímido, a quien el documentalista Michael Moore, traicionando su hospitalidad y su confianza, se permitió escarnecer en su propia casa ante la cámara en Bowling for Columbine.

****Stephen Boyd (de nombre real, William Millar) nació en Belfast (Irlanda), en julio de 1931. Sus ojos azules se tornaron marrones en Ben-Hur merced a unas lentillas impuestas por Wyler. Fue un actor no muy aprovechado y más bien secundario, como en El vengador sin piedad (1958), de Henry King, un western donde interpreta a un sádico violador y asesino a quien persigue Gregory Peck. Había tenido unos orígenes muy humildes, siendo uno de los nueve hijos de un camionero canadiense. Estudió biblioteconomía, y trabajó en una agencia de viajes y una compañía de seguros antes de meterse a actor semiprofesional. Se muda a Londres, en busca de fortuna, donde enferma gravemente. Cuando se recobra, se gana la vida como camionero y portero. La fortuna le puso bajo la mirada de Michael Redgrave, quien lo recomienda para la Windsor Repertory Company. En 1955, interpreta magistralmente a un espía irlandés en El hombre que nunca existió, de Korda, que le llevará al papel de Mesala. En 1964 rueda en España La caída del Imperio Romano, de Anthony Mann. En 1966, se embarca en la suculenta ficción científica Viaje alucinante. También entonces participa en La Biblia, de John Huston. Como Bing Crosby, y el mismo año, Boyd falleció mientras jugaba al golf, el 2 de junio de 1977. Tenía casi 46 años.




*****Ben-Hur consiguió once Oscar en 1959: mejor película (Sam Zimbalist), mejor director (William Wyler), mejor actor protagonista (Charlton Heston), mejor actor de reparto (Hugh Griffith, por jeque Sheik Ilderim), mejor fotografía en color (Robert L. Surtees), mejor banda sonora (Miklos Rozsa), mejor vestuario en color (Elizabeth Haffenden), mejor montaje (Ralph Winters y John Dunning), mejor dirección artística y decorados en color (Edward Carfagno, William Horning y Hugh Hunt), mejor sonido (Franklin E. Milton) y mejores efectos especiales (A. Arnold Gillespie, Robert MacDonald y Milo Lory). Durante la ceremonia de entrega, salió el cómico Bob Hope con que Wyler se había dejado aparcada la cuadriga en doble fila.

Ben-Hur se llevó además el premio de la Asociación de Críticos de Nueva York (mejor película del año), el BAFTA a la mejor película y cuatro Globos de Oro: mejor película, mejor director, mejor actor de reparto (Stephen Boyd) y mejor director de 2ª unidad (Andrew Marton).



Curiosidades: comenzaron a rodarse primero las escenas de acción y después se hicieron las dramáticas. Se buscó así que los actores transmitieran cansancio en sus rostros. A Wyler le gustó la cara, el porte y la dicción recia del secundario que encarnaba al centurión que niega el agua a Judá; como había sido rechazado por lo que pedía, Wyler montó en cólera y ordenó buscarlo por toda Roma. La tiranía del “No water for him” se alzó en chismorreo entre toda la plantilla. Un tanto para compensar el esfuerzo por reclutar a un desconocido, Wyler convocó a más de media aristocracia romana como extras en el convite de Arrio. Para encarnar a personajes romanos, eligió a actores británicos, por lo distinguido del acento inglés, mientras que los caracteres hebreos fueron interpretados por norteamericanos, a excepción de la actriz israelí Haya Harareet (Esther en la película), del galés Hugh Griffith (el jeque Ilderim) y del inglés Finlay Currie (Baltasar). Por su parte, el australiano Frank Thring, uno de los pérfidos villanos por antonomasia del cine, ideó a un refinado Poncio Pilato.

Las escenas del combate naval se rodaron con cuarenta miniaturas en un estanque. Como había que simular el azul marino, probaron con un colorante, que, lejos de disolverse, formó grumos enormes en la superficie. Hubo que vaciar y empezar de nuevo. En el circo se entrenaron 78 caballos; los blancos de Ilderim eran eslovenos. Para el estadio se emplearon medio millón de kilos de yeso y 40.000 kilos de arena fina de playa. Se contaba solo con tres cámaras de 65 mm, y una de ellas quedó machacada por una cuadriga. Los cámaras contaban solo con 23 segundos de recta para obtener los planos desde los camiones. Para los atropellos se usaron maniquíes con resortes activados por muelles, para que se movieran en el suelo. El rodaje de la carrera se llevó un millón de dólares y contó con 15.000 extras. Miklos Rozsa, el compositor, necesitó ocho semanas para ultimar la excepcional banda sonora del filme.



El minúsculo pueblecito de Arcinazzo, a cien millas de Roma, y con apenas trescientos habitantes, se convirtió en Nazaret. También se rodaron algunas escenas en unos arenales cercanos a la mítica Anzio.

En publicidad se invirtieron más de tres millones de dólares. Entre los enseres fabricados había toallas de baño Ben-His y Ben-Her (para él y para ella). La película se estrenó en cines Loew de todo EE.UU el 24 de noviembre de 1959. Recaudó pronto, solo en taquilla y en USA, ochenta millones de dólares.