Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

domingo, 27 de noviembre de 2011

De Jung y Sabina Spielrein.

El viernes, 25 de noviembre de 2011, se ha estrenado en los cines la última película de David Cronenberg, Un método peligroso. Cien minutos de drama dedicados a rescatar el Psicoanálisis en sus principios. Algo que ya intentó plasmar, con escasa brillantez, John Huston en 1962 (Freud, pasión secreta). En la cinta del genio, un siempre efectivo Montgomery Clift interpretaba a un joven doctor vienés abriéndose camino con sus arriesgadas teorías en el París de Charcot. Todavía no era el Sigmund consagrado. En realidad, Freud y su método no han llegado a consagrarse nunca, y el psicoanalista ha quedado –irónica y paradójicamente-- como nuevo Moisés contemplando la Tierra Prometida desde el monte Nebo. Verás las mieles y las mieses, pero no las recogerás jamás.

Esta no es una historia sobre Freud (Viggo Mortensen), sino sobre Carl Gustav Jung (Michael Fassbender), su discípulo más ardiente, y sus flirteos con una de sus pacientes-amantes, la muchacha rusa de etnia hebrea Sabina Spielrein (Keira Knightley), después también ella misma afamada psiquiatra, víctima junto a su familia de la salvaje depuración nazi en 1941-42. Y es que si los pintores se enamoran de sus modelos y terminan acostándose con ellas, algunos psiquiatras, olvidando su celo profesional, se enredan con sus pacientes femeninas. Esta Sabina hubiera posiblemente deleitado a un Julio Romero de Torres, por ejemplo, tan proclive él al sometimiento humillante de raíz sádica. Pero, no nos desviemos del tema…

Para los que no estén enterados, Freud y su círculo en Viena, y Jung en Suiza, desarrollaron un método curativo a través de las palabras. Que confesarse es bueno para el alma ya lo habían comprendido los sacerdotes católicos antes. Mas ahora no se trataba de intervenir represivamente sobre el pecado, sino de liberar el interior, de soltar las inquietudes, para que el médico analice cómo funciona la mente escandalizada y se lo haga después comprender al paciente. Se busca el autoconocimiento del yo interior, con ayuda del terapeuta. Un “yo” a menudo lastrado por turbias experiencias en la infancia, por el peso subconsciente de lo soñado, por una sexualidad reprimida. Todo ello marca la personalidad y su desenvolvimiento con los demás en el mundo.


 Se inicia el filme con Jung cómodamente instalado en el sanatorio Burghölzli, que dependía directamente de la Universidad de Zurich, donde Sabina había ido para estudiar medicina. La clínica era dirigida por otro eminente psiquiatra, Eugen Bleuler –casi ausente en la cinta--, a quien Jung consiguió ganar para la causa de Freud y sus teorías. En 1903-4, Sabina, hija de un rico comerciante, sufría profundas crisis de angustia histérica. La llevaron a que la tratara Jung. Sabedor del interés de la paciente hacia las técnicas de exploración mental, la introduce como auxiliar en sus experimentos de asociación de palabras (algo bellamente recogido en el filme). Jung se estaba especializando en la esquizofrenia (o “demencia precoz”). Era hijo de un pastor protestante, desde niño muy volcado a fantasear solo, y se había casado con una dama inmensamente rica. Pronto, surge una atracción intelectual entre los dos. Jung tiene una mentalidad ordenada, familiar, burguesa, muy arraigada por sus convicciones religiosas, y un sentimiento de culpa que arrastrará toda su vida (a pesar suyo, fue infiel a su esposa en variadas ocasiones). Sabina hereda una neurosis obsesiva desde la infancia: con cuatro años, su padre la sometía a castigo de azotes. Tal hábito cruel fue reconvertido paulatinamente por la joven promesa en un extraño trauma satisfactorio, una pulsión masoquista centrada en la humillación y la “disciplina inglesa”. Insiste e insiste en hacerse amante de Jung, y al final logra que éste acuda una noche a su apartamento y la desvirgue. No solo pide retozar con su doctor, sino también recibir de él los azotes pertinentes, una necesidad de la que no cura, y de la que precisará de continuo (¿sirve, entonces, el Psicoanálisis para sanar?)

Estos primeros cuarenta minutos de película rayan en cierto tedio. Fassbender alcanza muy bien la planta y la apostura teutónica del Jung original –rasgos alabados por Freud mismo para la “causa”, y que deberían granjearle aprecio y respeto por doquier--. Pero el rostro de la actriz británica Keira Knightley es sumamente adusto, antipático, gélido y distante. Tal vez porque quiera subrayar hasta el paroxismo su delirio masoquista y su dependencia sentimental de su nuevo “padre” Jung. Digamos que se sobreactúa bastante; en especial, cuando llega a la clínica por primera vez. Parece una posesa del demonio, necesitada del “exorcista” Jung (¿un fallo adrede: sutil guiño de Cronenberg a la acerada crítica de Freud sobre los condicionantes místicos de su amigo?)

En la segunda parte del metraje la película crece y gana en interés. Abandonamos la relación Sabina-Jung, que se enfría por los buenos deberes de esposo y padre de él, y entramos en la intelectual Jung-Freud. Viggo Mortensen construye un Sigmund altanero, endiosado, soberbio, seguro de su método y exigente con los colegas (no en vano, se dice que al Freud real le costó mucho mantener amistades duraderas; a saber, rompió con Breuer, Fliess, Adler, Stekel, antes que con el mismo Jung). Siempre está fumando puros y su despacho vienés es una suerte de gabinete museístico con cientos de libros, vitrinas con antigüedades, y fotografías. Él y Jung juegan a interpretarse sueños mutuamente, y a hablar durante más de medio día entero. Esta parte responde fielmente a la Historia, hasta en los comentarios a propósito: como Jung aún reverencia al maestro, lo defiende comparando su caso con la desconfianza hacia Galileo, cuando “sesudos hombres de Ciencia se negaron a mirar por su telescopio”. Jung está con Freud en valorar el componente sexual como principal, y casi seguro origen único, de las neurosis. Pero, he aquí que surge la intuición femenina de la amante, de Sabina Spielrein. Ella opina que la sexualidad, más que instinto de conservación, puede ser instinto de destrucción. Sabina ha conseguido ser aceptada por Freud en su círculo vienés, en las reuniones noctámbulas de los miércoles en Berggasse 19 (ausentes trágicamente del guion). Transcurre 1911, y Sabina piensa en el papel de la destrucción como causa de la evolución: el sexo encierra también poder aniquilador; un impulso agresivo reconocido luego por Sigmund. Quizá la autorrepresión sexual obedezca a un instinto de conservación del “yo”, mientras que el desenfreno aproxime a su destrucción y a la idea de lo fatal y fatídico. Al mismo tiempo, Jung deja de ser un devoto de Freud y comienza a postular su teoría de la ampliación de la libido a otros aspectos de la personalidad. El sexo y su represión pueden no ser el inicio de todas las alteraciones neuróticas. Jung se reviste del Espíritu de Pentecostés: reivindica el factor animista en la formación de la persona. Esto contraría grandemente a Freud. Freud intenta que el paciente comprenda el mundo y su relación con él, tal y como es, sin pretender cambiarlo. Jung, por el contrario, quiere ofrecer al paciente la felicidad de una vida distinta, más acorde con sus necesidades, esencialmente transformada, o, como le reprocha el maestro, “sustituir su delirio sofocante por otro más placentero” (pero delirio igual, al fin y al cabo). Evidentemente, su formación religiosa, su vida junto a un predicador, obra esta nueva y definitiva trayectoria profesional: el suizo se sumerge en los estudios parapsicológicos, los mitos, los ritos, el tarot, los arcanos, las religiones y cultos ancestrales, los no-muertos y zombies. Con el tiempo, parirá su teoría de los arquetipos, es decir, los elementos inconscientes comunes a toda la especie, y minimizará la relevancia del sexo como factor neurótico.


 Colea en todo esto, además, el curioso personaje de Otto Gross, médico y paciente de Jung, remitido a él por Freud, una especie de “hippie antecessor”, quien opinaba que la curación de la neurosis debe llegar por la ejecución auténtica del delirio, o lo que es lo mismo, en una línea alentada y aplaudida por Sade y Nietzsche, “obra lo que te plazca, como te plazca, con quien gustes y cuando gustes”. Libera tu “yo” de sus ataduras neuróticas usando y destruyendo acaso el de otros. La cosificación impune de los demás, a quienes has de tomar, descaradamente, como medios, y no como fines en sí mismos. Tal conducta de réprobo antisocial no podía terminar bien: Gross murió de hambre en 1939. Y, sin embargo, ¡cuántas familias se han roto por pensar así!

Que la relación entre ambos genios, Freud y Jung, fue verdaderamente idílica lo prueba el hecho histórico (Munich, noviembre de 1912), plasmado en el filme, del desmayo de Sigmund tras disentir de la opinión de su rebelde sucesor. Fue como si una damisela enamorada no pudiera resistir el desdén de su paladín. ¿Habría escondidos impulsos homoeróticos en Freud hacia Jung?

Estamos ante una película noblemente ambientada y estéticamente cuidada, que incide sobre todo en el sentimiento de culpa por una conducta reprobable moralmente, y que presenta dos conciencias condenadas a no entenderse: el ateísmo positivista de Freud, y el espiritualismo animista de Jung. Con el primero comulgó la corte de surrealistas al completo, con Buñuel y su falo a la cabeza (entonen los que quieran su mezquina jota procaz: “No me jodas en el suelo,/ como si fuera una perra,/ que con esos cojonazos/ me echas en el coño tierra”). Pero ya sabéis, amigos míos, quién se gana en esa lucha las simpatías de los que creemos que la Naturaleza no lo es todo, y que anida la conciencia de un Ser superior, Padre nuestro, en el corazón de muchas personas.

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David Cronenberg nació en Toronto (Canadá) en 1943. Se ha movido entre el terror y la ficción científica, con una estética extraña, cercana al “gore”, no apta para todos los gustos. Sus largometrajes buscan incomodar al espectador, provocando en él un sentimiento de malestar por lo visionado. Es autor de un logrado “remake” de La mosca (The Fly, 1986). Entre sus primeros trabajos, Rabia (1977) y Cromosoma 3 (1979). Tal vez su película más inquietante y provocativa sea Inseparables (Dead Ringers, 1988), historia de dos gemelos ginecólogos, magníficamente interpretados, en su doble papel, por Jeremy Irons. Ambos intiman con la misma paciente, sin que ella sepa que se relaciona con dos entes distintos. Las piernas abiertas de Genevieve Bujold en consulta, para dejar indefensos sus genitales, son una de las imágenes más difíciles de olvidar (y de no celebrar). Indicio de que la pulsión sexual “mueve con fuerza a toda gente”.

Alejandro G. Calvo ha escrito en El Cultural (25-11-2011): “Su evolución ya no sólo es estilística sino también semántica y estética, lo que hacen de Un método peligroso una de las películas más perfectas –entendiendo perfección como el acertado ensamblaje entre continente y contenido—y estilizadas de la obra del autor. […] Un alegato tan romántico como trágico que apela al material básico del que están hechas las relaciones humanas para acabar realizando un discurso de múltiples capas sobre la fragilidad de las emociones, la debilidad del carácter y, en definitiva, sobre la ruindad de la que es capaz el ser humano.”

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Sabina Spielrein ha sido la “bestia negra” de los freudianos. En la afamada biografía de Peter Gay, Freud. Una vida de nuestro tiempo (1989), apenas se menciona a Sabina; se le dedica, eso sí, una encomiable nota a pie de página. Ella indispuso al discípulo contra el maestro. Repudiada por Jung, buscó y consiguió el amparo de Freud. Pero la mayor culpa se la achacan a Jung, quien, ajeno a todo escrúpulo ético y profesional, se aprovechó de su paciente. Literalmente, la sedujo y se sirvió de un ser indefenso en el doble sentido: por su juventud y por su enfermedad.

Más sobre Sabina Spielrein.

lunes, 14 de noviembre de 2011

El fascinante ocaso de Pompeya.


Pompeya, la ciudad latina de la aristocracia y del comercio, pereció bajo las cenizas del Vesubio el 24 de agosto de 79 d. C. Junto a ella, también dejó de existir otro enclave romano, a menudo olvidado, Herculano. Esta tragedia ha cautivado a artistas, escritores y cineastas, que han recreado innumerables veces el esplendor y la miseria de sus últimos días.

Sepultada por toneladas de ceniza solidificada y de piedra pómez, Pompeya se mantuvo en el más completo olvido hasta julio de 1738, cuando, por casualidad, los obreros que excavaban los cimientos del palacio de verano de Carlos de Borbón, rey de Nápoles, dieron con sus primeros muros. Al teatro de Herculano ya se había llegado a través de una galería subterránea, y se había expoliado alguno de sus vestigios. Hacia 1755, se avanzó en los trabajos, y se consiguió desenterrar una manzana de tabernas, termas y viviendas en alquiler, propiedad de una tal Julia Felix. En 1769, Mozart visita su templo de Isis. En el s. XIX, el novelista Stendhal queda hechizado por la magia arqueológica del lugar, y se siente “transportado al mundo antiguo”. Hoy día, es una gozada pasear por sus calles, visitar sus áreas comerciales, cotillear en sus casas y lupanares y contemplar el foro, el anfiteatro, la escuela de gladiadores y el cementerio. No hay ciudad de la Roma antigua mejor conservada. Esperemos que las inclemencias del tiempo y los descuidos protectores de las autoridades no la dañen irremisiblemente (ya han caído varios muros por efecto de las lluvias). En el s. XVIII, cuando se vio que no se iba a poder protegerla como es debido, se volvieron a cubrir con arena muchas áreas, para evitar que el viento y la lluvia dañaran las ruinas. Quizá ahora debiera hacerse lo mismo.

Yo visité Pompeya en el verano de 1985, con mi hermano y mis padres, que me invitaron al viaje por haber aprobado Selectividad y entrar en la Universidad. Nos encontramos a un norteamericano, protegido por su sombrero blanco tejano, que tranquilamente estaba sentado en las escalinatas de uno de los templos del foro. Nos dijo que él iba allí todos los veranos, a disfrutar de ese fantástico ensueño de viaje al pasado, como los personajes de la Gradiva de Jensen, la novela que tan magníficamente estudió Freud.


El Vesubio era un volcán que el geógrafo Estrabón daba por extinguido en el s. I a. C. Pero hacia el 19 o 20 de agosto del año terrible, algunos pompeyanos comenzaron a sentir temblores del suelo, acompañados de truenos que parecían brotar del interior de la tierra. Para el 22, muchos, por miedo, decidieron enfardar a toda prisa sus enseres y dejar el enclave. Entre las nueve y las diez de la mañana del 24, se escuchó un poderoso y contundente estruendo que asustó a los sacerdotes de Isis. Había saltado por los aires el tapón de magma solidificada del Vesubio y la cima del monte se llenó de una nube de ceniza fina. Al toda la cumbre palpitó y se resquebrajó: una bocanada de partículas de piedra pómez de apenas un gramo de peso cada una se elevó a una altura de 37 km. Se formó un extenso hongo sobre el volcán. Se desató una colérica embestida natural, cien mil veces superior a la bomba atómica de Hiroshima. Las calles y edificios de Pompeya se cubrieron rápidamente de ceniza y piedra pómez incandescente; la gente resbalaba con ella, no podía respirar por el calor y el aire viciado. Perdían el conocimiento y caían. Las casas ardían y se desmoronaban, aplastando a muchos en su huida. Cuando la tarde del 24 comenzó a declinar, nuevas explosiones arrojaron piedras más pesadas y mortíferas. Muchas personas que perecieron abrazadas unas con otras, quedaron totalmente sepultadas por la lluvia volcánica. A las de la mañana del día 25, llegó la explosión más letal, una oleada de residuos a 290 km por hora. Temperaturas de más de cuatrocientos grados, con manos y pies reducidos por el calor, órganos internos encogidos, y muertes por asfixia. De 25.000 habitantes, solo se han hallado los cuerpos de unos dos mil, aunque queda más de un tercio de la ciudad sin explorar. ¿Cuántos murieron allí realmente? Sabemos que, cuando pasó todo, algunos volvieron y excavaron, para recuperar pertenencias. Se conservan algunos graffiti con la leyenda “Casa excavada por completo”, aunque era muy peligroso y hubo gente que murió atrapada en el intento. Un silencio documental se hizo sobre Pompeya, y no nos han llegado más pormenores.

La imaginación corresponde a los artistas. A sus soleadas ruinas mediterráneas acerca el guionista Terence Rattigan al cándido Mr Chips, alias el Cenizo, profesor de lenguas antiguas, para que conozca a su novia, en la segunda versión cinematográfica (1969) de la nostálgica novelita de James Hilton (Adiós, Mr Chips). Todo un homenaje al buen hacer del maestro vocacional, quien con ternura y severidad combinadas se gana el cariñoso respeto de generaciones de pupilos.

Pero, sin duda, el redescubrimiento turístico moderno de la perdida Pompeya llegó merced a una novela histórica, publicada en 1834, y redactada en Nápoles en el invierno de 1833. Época plenamente romántica, pues. Nos referimos, por supuesto, a la celebérrima Los últimos días de Pompeya (The Last Days Of Pompeii), del londinense autor Edward G. Bulwer-Lytton. Para marzo de 1835, se sacaba una segunda edición, lo que da idea de su buen acogimiento. Yo descubrí esta obra con nueve o diez años, en una adaptación, ilustrada en forma de cómic, de la colección Joyas Literarias de Bruguera. Inmediatamente me enamoré, quedé prendado del personaje de Nydia, la florista ciega delicada y bondadosa, cuyo dulce canto encandila inocentemente a todo hombre, y a quienes todos ven con lástima. Asístí a las pérfidas intrigas del egipcio Arbaces, y a los sortilegios de la hechicera que anida en la ladera del Vesubio. Me pareció estar junto a sus personajes, frecuentar con ellos las termas, el foro, las cantinas, la palestra y el circo. Observé la lucha aguerrida de su grupo de cristianos por afianzar la nueva fe en contra del paganismo. Cómo eran represaliados y martirizados en la arena. Cómo la destrucción de la urbe pareció llegar como castigo divino, justo ante el sacrificio de nuevos inocentes, con el anfiteatro a rebosar y los primeros muros cayéndose y haciendo huir a la plebe. El Vesubio había hablado, y también un dios desconocido encerrado con él.

De 1984 es esta miniserie, reeditada ahora en DVD por Karma / Resen, de 293 minutos de duración, una coproducción anglo-ítalo-norteamericana, dirigida con mucho acierto por Peter R. Hunt. Está interpretada por estrellas de la talla de Laurence Olivier, Ernest Borgnine, Anthony Quayle, Ned Beatty, Franco Nero, hábilmente secundados por actrices de gran talento, que despuntaban entonces, y que luego no tuvieron merecida suerte, como Lesley-Ann Down (emotiva prostituta arrepentida Chloe) y Linda Purl (espléndida Nydia). Era aún un momento en que no existían los trucos digitales, y todo debía alzarse sobre el terreno, con decorados, maquetas y transparencias. La reconstrucción de la ciudad de Pompeya es, en esta versión, magnífica, soberbia, perfectamente real, en parte porque contiene secuencias rodadas en sus vestigios, como las escaleras de acceso al anfiteatro. Las escenas de su destrucción elocuentes, con las explosiones del Vesubio esparciendo cenizas, incendiando y derribando muros. Unos efectos especiales excelentemente realizados, y aún hoy envidiables. Y sobre todo, un guion inteligente, que desarrolla una historia de intrigas, romanticismo y amistad en dosis creíbles, con decorados bien iluminados por ese sol mediterráneo, cientos de extras, y un vestuario de poderoso cromatismo. Esta coproducción solo pretende entretener, pero su ritmo ajustado a diálogos esmerados, su puesta en escena clásica, y sus buenas interpretaciones, elevan el resultado muy por encima de la media, dejándonos con la añoranza de segundos pases.


Ernest Borgnine se nos hace familiar como instructor en el combate, papel que retoma de Demetrio y los gladiadores, la continuación de La túnica sagrada. Laurence Olivier es un estoico caballero romano muy al tanto de la personalidad de Franco Nero, el maligno Arbaces. Anthony Quayle encarna a un mesurado magistrado, enemigo de toda violencia, y hasta simpatizante de los cristianos. El debutante Duncan Regehr convence en su puesto de Lydon, el héroe del circo. Una serie sólida, bien hecha, capaz de convencer a un público de todas las edades (gran virtud de las películas de antes), y por ello de factura muy superior a Gladiator, Ágora, Roma, La última legión y fiascos por el estilo. Cuando languidece el guion, para único beneficio de la acción, se quiebra todo equilibrio narrativo en la película. El producto es un esqueleto sin recubrir, frío e inconsistente, de consumo rápido y ningún valor artístico. En los ochenta del s. XX todavía se hacían filmes con guion trabajado. Y esto es lo que engrandece a esta versión de Los últimos días de Pompeya. Aparte que entonces quedaban actores de la vieja guardia, junto a otros nuevos, de mayor talento y poder de convicción que los de hoy. No sin equivocarse, aseguraba plenamente Jack Lemmon que “el mejor efecto especial es una buena interpretación”.

De la factura enteramente teatral de series modélicas como Yo, Claudio (estrenada por TVE en 1978), o Verdi, ambas de contenido dirigido a un público adulto, se evolucionó a productos más “descafeinados”, pero meritorios y entretenidos, hasta desembocar en los bodrios vacuos y carentes de vigor temático de los tiempos que corren.

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[En cuanto al PEPLVM, por otro nombre, “cine de romanos”, destacamos como mejores títulos, y por este orden: Espartaco (Stanley Kubrick, 1960), Ben-Hur (William Wyler, 1959), Quo Vadis? (Mervyn Le Roy, 1951), El signo de la cruz (Cecil B. DeMille, 1932), Barrabás (Richard Fleischer, 1961), La caída del Imperio Romano (Anthony Mann, 1964), Cleopatra (Joseph Leo Mankiewicz, 1963). No incluimos en esta selección ni el Egipto Antiguo (La momia, Tierra de faraones, Los diez mandamientos, Faraón), ni las películas sobre Jesucristo (Rey de reyes, El evangelio según San Mateo)]