Esta no es una historia sobre Freud (Viggo Mortensen), sino sobre Carl Gustav Jung (Michael Fassbender), su discípulo más ardiente, y sus flirteos con una de sus pacientes-amantes, la muchacha rusa de etnia hebrea Sabina Spielrein (Keira Knightley), después también ella misma afamada psiquiatra, víctima junto a su familia de la salvaje depuración nazi en 1941-42. Y es que si los pintores se enamoran de sus modelos y terminan acostándose con ellas, algunos psiquiatras, olvidando su celo profesional, se enredan con sus pacientes femeninas. Esta Sabina hubiera posiblemente deleitado a un Julio Romero de Torres, por ejemplo, tan proclive él al sometimiento humillante de raíz sádica. Pero, no nos desviemos del tema…
Para los que no estén enterados, Freud y su círculo en Viena, y Jung en Suiza, desarrollaron un método curativo a través de las palabras. Que confesarse es bueno para el alma ya lo habían comprendido los sacerdotes católicos antes. Mas ahora no se trataba de intervenir represivamente sobre el pecado, sino de liberar el interior, de soltar las inquietudes, para que el médico analice cómo funciona la mente escandalizada y se lo haga después comprender al paciente. Se busca el autoconocimiento del yo interior, con ayuda del terapeuta. Un “yo” a menudo lastrado por turbias experiencias en la infancia, por el peso subconsciente de lo soñado, por una sexualidad reprimida. Todo ello marca la personalidad y su desenvolvimiento con los demás en el mundo.
Estos primeros cuarenta minutos de película rayan en cierto tedio. Fassbender alcanza muy bien la planta y la apostura teutónica del Jung original –rasgos alabados por Freud mismo para la “causa”, y que deberían granjearle aprecio y respeto por doquier--. Pero el rostro de la actriz británica Keira Knightley es sumamente adusto, antipático, gélido y distante. Tal vez porque quiera subrayar hasta el paroxismo su delirio masoquista y su dependencia sentimental de su nuevo “padre” Jung. Digamos que se sobreactúa bastante; en especial, cuando llega a la clínica por primera vez. Parece una posesa del demonio, necesitada del “exorcista” Jung (¿un fallo adrede: sutil guiño de Cronenberg a la acerada crítica de Freud sobre los condicionantes místicos de su amigo?)
En la segunda parte del metraje la película crece y gana en interés. Abandonamos la relación Sabina-Jung, que se enfría por los buenos deberes de esposo y padre de él, y entramos en la intelectual Jung-Freud. Viggo Mortensen construye un Sigmund altanero, endiosado, soberbio, seguro de su método y exigente con los colegas (no en vano, se dice que al Freud real le costó mucho mantener amistades duraderas; a saber, rompió con Breuer, Fliess, Adler, Stekel, antes que con el mismo Jung). Siempre está fumando puros y su despacho vienés es una suerte de gabinete museístico con cientos de libros, vitrinas con antigüedades, y fotografías. Él y Jung juegan a interpretarse sueños mutuamente, y a hablar durante más de medio día entero. Esta parte responde fielmente a la Historia, hasta en los comentarios a propósito: como Jung aún reverencia al maestro, lo defiende comparando su caso con la desconfianza hacia Galileo, cuando “sesudos hombres de Ciencia se negaron a mirar por su telescopio”. Jung está con Freud en valorar el componente sexual como principal, y casi seguro origen único, de las neurosis. Pero, he aquí que surge la intuición femenina de la amante, de Sabina Spielrein. Ella opina que la sexualidad, más que instinto de conservación, puede ser instinto de destrucción. Sabina ha conseguido ser aceptada por Freud en su círculo vienés, en las reuniones noctámbulas de los miércoles en Berggasse 19 (ausentes trágicamente del guion). Transcurre 1911, y Sabina piensa en el papel de la destrucción como causa de la evolución: el sexo encierra también poder aniquilador; un impulso agresivo reconocido luego por Sigmund. Quizá la autorrepresión sexual obedezca a un instinto de conservación del “yo”, mientras que el desenfreno aproxime a su destrucción y a la idea de lo fatal y fatídico. Al mismo tiempo, Jung deja de ser un devoto de Freud y comienza a postular su teoría de la ampliación de la libido a otros aspectos de la personalidad. El sexo y su represión pueden no ser el inicio de todas las alteraciones neuróticas. Jung se reviste del Espíritu de Pentecostés: reivindica el factor animista en la formación de la persona. Esto contraría grandemente a Freud. Freud intenta que el paciente comprenda el mundo y su relación con él, tal y como es, sin pretender cambiarlo. Jung, por el contrario, quiere ofrecer al paciente la felicidad de una vida distinta, más acorde con sus necesidades, esencialmente transformada, o, como le reprocha el maestro, “sustituir su delirio sofocante por otro más placentero” (pero delirio igual, al fin y al cabo). Evidentemente, su formación religiosa, su vida junto a un predicador, obra esta nueva y definitiva trayectoria profesional: el suizo se sumerge en los estudios parapsicológicos, los mitos, los ritos, el tarot, los arcanos, las religiones y cultos ancestrales, los no-muertos y zombies. Con el tiempo, parirá su teoría de los arquetipos, es decir, los elementos inconscientes comunes a toda la especie, y minimizará la relevancia del sexo como factor neurótico.
Que la relación entre ambos genios, Freud y Jung, fue verdaderamente idílica lo prueba el hecho histórico (Munich, noviembre de 1912), plasmado en el filme, del desmayo de Sigmund tras disentir de la opinión de su rebelde sucesor. Fue como si una damisela enamorada no pudiera resistir el desdén de su paladín. ¿Habría escondidos impulsos homoeróticos en Freud hacia Jung?
Estamos ante una película noblemente ambientada y estéticamente cuidada, que incide sobre todo en el sentimiento de culpa por una conducta reprobable moralmente, y que presenta dos conciencias condenadas a no entenderse: el ateísmo positivista de Freud, y el espiritualismo animista de Jung. Con el primero comulgó la corte de surrealistas al completo, con Buñuel y su falo a la cabeza (entonen los que quieran su mezquina jota procaz: “No me jodas en el suelo,/ como si fuera una perra,/ que con esos cojonazos/ me echas en el coño tierra”). Pero ya sabéis, amigos míos, quién se gana en esa lucha las simpatías de los que creemos que la Naturaleza no lo es todo, y que anida la conciencia de un Ser superior, Padre nuestro, en el corazón de muchas personas.
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David Cronenberg nació en Toronto (Canadá) en 1943. Se ha movido entre el terror y la ficción científica, con una estética extraña, cercana al “gore”, no apta para todos los gustos. Sus largometrajes buscan incomodar al espectador, provocando en él un sentimiento de malestar por lo visionado. Es autor de un logrado “remake” de La mosca (The Fly, 1986). Entre sus primeros trabajos, Rabia (1977) y Cromosoma 3 (1979). Tal vez su película más inquietante y provocativa sea Inseparables (Dead Ringers, 1988), historia de dos gemelos ginecólogos, magníficamente interpretados, en su doble papel, por Jeremy Irons. Ambos intiman con la misma paciente, sin que ella sepa que se relaciona con dos entes distintos. Las piernas abiertas de Genevieve Bujold en consulta, para dejar indefensos sus genitales, son una de las imágenes más difíciles de olvidar (y de no celebrar). Indicio de que la pulsión sexual “mueve con fuerza a toda gente”.
Alejandro G. Calvo ha escrito en El Cultural (25-11-2011 ): “Su evolución ya no sólo es estilística sino también semántica y estética, lo que hacen de Un método peligroso una de las películas más perfectas –entendiendo perfección como el acertado ensamblaje entre continente y contenido—y estilizadas de la obra del autor. […] Un alegato tan romántico como trágico que apela al material básico del que están hechas las relaciones humanas para acabar realizando un discurso de múltiples capas sobre la fragilidad de las emociones, la debilidad del carácter y, en definitiva, sobre la ruindad de la que es capaz el ser humano.”
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Sabina Spielrein ha sido la “bestia negra” de los freudianos. En la afamada biografía de Peter Gay, Freud. Una vida de nuestro tiempo (1989), apenas se menciona a Sabina; se le dedica, eso sí, una encomiable nota a pie de página. Ella indispuso al discípulo contra el maestro. Repudiada por Jung, buscó y consiguió el amparo de Freud. Pero la mayor culpa se la achacan a Jung, quien, ajeno a todo escrúpulo ético y profesional, se aprovechó de su paciente. Literalmente, la sedujo y se sirvió de un ser indefenso en el doble sentido: por su juventud y por su enfermedad.
Más sobre Sabina Spielrein.