Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

sábado, 27 de noviembre de 2010

El Buen Salvaje.


El bondadoso pensamiento de Jean-Jacques Rousseau perfiló, durante la época ilustrada, una visión idílica del ser humano natural, desprovisto de leyes, y entregado a una adorable existencia en armónica comunión con el entorno. La civilización mercantilista acabó de golpe y porrazo con el locus amoenus, y así se instalaron los Fouché y Talleyrand, para mangonear la cacharrería y amargar la vida a los limpios de corazón.

Aunque la Prehistoria soñada por Rousseau nunca existió, puesto que no hubo comunas humanas que vivieran en paz con el prójimo, o que no practicaran el asesinato y el canibalismo ritual –tal y como evidencian los recientes descubrimientos de Homo antecessor en Atapuerca--, bien parece verdad que, a la vista de por dónde y hacia dónde caminan nuestras sociedades, tan computerizadas y deshumanizadas, uno añora la vida a lo Robinsón Crusoe y le gustaría –por unos momentos—ponerse en la piel de Marcos Rodríguez Pantoja, el que fuera “Niño Salvaje de Sierra Morena”.

Marcos fue vendido en 1954, cuando contaba siete años, a un cabrero. Su padre y su madrastra no querían cargar con él, y a menudo lo maltrataban física y moralmente. Con el pastor, aprendió a sobrevivir a palos y, una vez desaparecido éste, el muchacho quedó a merced de su solo ingenio, cazando conejos con la vara pringosa de la jara y compartiendo cama y comida con los lobeznos del monte. Aprendió a imitar a la perfección las voces animales, y a acechar con cautela a los venados que bajaban a beber al río. Cuando se confiaban, saltaba sobre ellos y los apuñalaba sin piedad. Después, convocaba tranquilamente a la manada al festín. Así transcurrieron doce pacíficos y solitarios años, hasta que en 1965 una partida de guardias civiles “lo rescató” para la civilización del seiscientos y de Torremolinos. Pero, sin darse cuenta quizás, pusieron fin a su felicidad, condenándolo a una inserción inmisericorde en un mercado laboral que siempre se aprovechó de su carácter ingenuo. Finalmente, un ex policía lo rescató de la jungla de asfalto, y se lo llevó de cuidador a su finca de Rante (Orense).

Nunca ha socializado lo suficiente con sus congéneres. Aún hoy, cuarenta y cinco años tras su rescate, sigue añorando la vida en el monte, cubierto con pieles y aullando como un lobo. Ve películas de dibujos animados y habla con los pájaros del jardín. ¿Es feliz? Quién sabe.

Ahora nos llega el estreno de Entrelobos, de Gerardo Olivares, quien, el 13 de enero de 2007 leyó en El País el caso extremo de una niña camboyana perdida durante veinte años en la selva. Al final del reportaje se topó con una referencia a una historia análoga acaecida en la España de 1950, la historia de Marcos Rodríguez. Empezó a investigar y a reunir materiales, y así se preparó esta película. Para el rodaje se ha contado con lobos ibéricos auténticos amaestrados, así como con buitres domesticados, hurones y otras especies. Joaquín Gutiérrez Acha, especializado en documentales de Naturaleza con acogida internacional, filmó durante un año las secuencias que luego se verían en el filme. Manuel Camacho, que nunca antes ha trabajado en cine, interpreta con soltura al Marcos niño, mientras que Juan José Ballesta lo recrea en su juventud.

La historia original de Marcos Rodríguez ha sido edulcorada, para volverla más tolerable a todas las audiencias. Así, se ha dulcificado la figura de Atanasio el cabrero, que se convierte en el padre cariñoso que al niño le falta. Interpretado magistralmente por el veterano Sancho Gracia, Atanasio adiestra al pequeño en las artes de la caza menor y de la supervivencia, y le enseña a sobrevivir “entre lobos” compartiendo las piezas con éstos. Atanasio guarda un secreto: perdió a su mujer y a sus hijos en la guerra, pero conserva por la sierra a Tomás, alias Balilla, buscado por salteador por la Benemérita. El cabrero duerme con un hurón, que es su compañero de fatigas. Acariciar al tímido animalito le conforta. Allá se está muy solo, muy quebrado, coño. La vida de Atanasio dura poco, se extingue un día, dejando a Marcos a su suerte. Los buitres le dan su natural sepultura. Pasan los años, y el Balilla termina atrayendo a los perseguidores hasta donde se esconde el muchacho. Lo demás, no interesa.

El plato fuerte del largometraje son las secuencias que protagonizan Marcos y Atanasio. El cariño, el aprendizaje, la observación del código virgen, el dolor que muerde en el pecho y que se disimula malamente en el día a día. “Nosotros, los animales; vosotros, la raza humana”. Siempre en litigio; alguna vez, condenados a entenderse.

La cinta de Gerardo Olivares –y vamos a decir que también de Gutiérrez Acha-- tiene naturaleza, planos rodados en cámara lenta del salto de los lobos o del vuelo de la lechuza. Recuerdan mucho la serie El hombre y la Tierra. Fauna ibérica. Evidentemente, fue Félix el pionero de estos rodajes. Y la película puede verse, en cierto modo, como un ático homenaje a Rodríguez de la Fuente y su equipo de naturalistas. Tiene toda la fotografía parda, de alcornoque y bellota, que le faltaba al ensayo neoilustrado de François Truffaut (El pequeño salvaje, 1969). Y es que Entrelobos termina justo donde la obra de Truffaut comienza, en el aleccionamiento forzoso del niño asilvestrado. Al francés le atraía la tesis de la socialización, el planteamiento filosófico del problema. A Gerardo Olivares, y al mismo Marcos Rodríguez, les interesa solo lo vivido como auténtico, sin cuerda ni mordaza, lo que tira para el monte. Por eso puede llenar más, gustar más a todos esta meritoria y hermosa propuesta de Olivares.

Sin embargo, no debemos caer en la trampa y dejarnos seducir por un mundo neolítico que nunca existió. La realidad la escenifica muy bien otro filme, En busca del fuego (1981), de Jean-Jacques Annaud. Luchas, rivalidades, tribalismo, supremacía… Marcos vivió feliz en Sierra Morena porque no formó parte de un grupo humano; porque no perdió su libertad. Si no, acaso, en la disputa de pan y hembra, otro gallo hubiera cantado.

Sancho Gracia –aquel Curro Jiménez nuestro-- da empaque al episodio de la sierra. No es, sin embargo, su mejor actuación, que a nuestro juicio logró con Bardem al rodar Jarabo para la mítica serie de TVE La huella del crimen.

Entrelobos es una película recomendable, una ventanita abierta al campo, a ese mar de hierba, y bosque de encina y retama inmortalizados por el gran Miguel Delibes. El mismo panorama silvestre y oxigenado de Las ratas, de Antonio Giménez Rico, o de, salvando la distancia argumental, Los santos inocentes, de Mario Camus. Es “bonita”, y huye de la amarga atmósfera de la España negra que sin duda le hubieran dado el propio Camus, Carlos Saura, Pedro Olea, José Luis Borau (Furtivos, 1975), Ricardo Franco o Montxo Armendáriz.
Reportaje El niño lobo de Sierra Morena.
Yo sí que bailé con lobos. 

sábado, 20 de noviembre de 2010

El nuevo Jonás.

Hasta el 14 de noviembre de este 2010, se tuvo la oportunidad de asistir a una de las piezas de teatro más interesantes y sustanciosas de la temporada madrileña. Me refiero a la escenificación, por parte de un grande José María Pou, de Su seguro servidor, Orson Welles, original de Richard France, en versión y dirección de Esteve Riambau. Fue en el Teatro Bellas Artes, esa sala clásica que garantiza, de cuando en cuando, esquerzos de la mejor dramaturgia. Un espacio donde vi triunfar, en 1986, al inigualable José María Rodero en Enrique IV, de Luigi Pirandello, bajo la sabia dirección de José Tamayo, el maestro que inauguró el local el 17 de noviembre de 1961 con una representación de Divinas palabras, de Valle-Inclán. Después fueron muchos los éxitos antológicos que se prodigaron en el Bellas Artes, la mayoría también supervisados por Tamayo: La dama del Alba (1962), Calígula (1963), El caballero de las espuelas de oro (1964), La Celestina (1965; el mejor montaje jamás realizado), Madre Coraje (1966), El tragaluz (1968), Luces de bohemia (1971), La detonación (1977), La gaviota (1981), Casa de muñecas (1983), La herida del tiempo (1984), La muerte de un viajante (1985), Bajarse al moro (1985)… De los últimos, La cena, con Flotats y Carmelo Gómez. Muchos han sido los actores que se han subido a sus tablas; aparte del asiduo Rodero, un largo etcétera: Carlos Lemos, Juan Diego, Antonio Garisa, José Luis López Vázquez, José Vivó, Lola Herrera, Carmen Bernardos, Elvira Quintillá, Agustín González…

Ahora el Bellas Artes se ha convertido en un estudio de grabación donde pide asilo un septuagenario genio de las ondas, el teatro y la cinematografía: Orson Welles (1915-1985). Welles medita consigo mismo, con el público y con el chaval que graba y pule sus anuncios para la radio sobre su vida profesional. No ha acabado su personalísimo Don Quijote (1957-1975-19XX), y aguarda impaciente una llamada salvadora del titán de Hollywood, Steven Spielberg, que le devuelva a la dirección para rodar los pocos metros con que ultimar su testamento. Ni qué decir tiene que la llamada no se produce, y que Jonás no es rescatado del vientre de la ballena por el dios Spielberg. Welles debe permanecer en ese estudio de grabación de Los Ángeles y poner voz a reclamos publicitarios. Entre pausa y pausa, aprovecha para desgranar su trayectoria. La vida de algunas personas es un círculo vicioso. Huérfano de padres, estudia pintura y se matricula en Harvard, pero abandona un academicismo insoportable para huir a París y aprender trucos de magia con Houdini. El joven genio se hizo en la radio, imitando voces de animales y leyendo anuncios. Pluriempleado, acudía a los trabajos sin tiempo para dormir, atravesando la ciudad en una ambulancia. Más tarde fundó su propia compañía teatral, la Mercury Theatre, con la que monta en la radio su famoso reportaje ficticio La guerra de los mundos, que conmocionó a América al no advertir a los oyentes sobrevenidos de la irrealidad novelesca de la presunta invasión marciana. Con sus fieles compañeros de la Mercury, entre quienes se encontraban Joseph Cotten, Agnes Moorehead, Paul Stewart y Everett Sloane, filma la diatriba contra el magnate de la prensa William Randolph Hearst, Ciudadano Kane (RKO, 1941), universalmente reconocida como la mejor película de la Historia del Cine. Una visión poliédrica y picassiana de la dominante personalidad de Hearst-Kane, con múltiples picados y contrapicados de sus mansiones, sus allegados, sus empleados y conocidos. Pero Hearst-Kane se vengará del irreverente realizador, convirtiendo en estigma una de sus gracias favoritas ante los reporteros: “—Señor Kane, ¿cómo ha encontrado sus negocios en Europa? --¿Que cómo los he encontrado? ¡Pues con mucha dificultad! (Risas)”. Y, en efecto, iba a ser con extraordinaria dificultad de financiación como iba a desarrollar sus futuros proyectos cinematográficos un Welles demasiado profundo, demasiado leído e intelectual. Un Orson tal vez aclamado por la crítica seria, pero denostado e incomprendido por el público y por los propietarios de los grandes estudios. La gente no codiciaba sus estrenos, y los productores recelaban a la hora de confiarle su dinero para hacer en América obras demasiado personales que sólo se hacían en Europa (expresionismo, neorrealismo, Nouvelle Vague). Su RKO querida se hundió pronto, y Welles quedó convertido en un Juan Sin Tierra. Visto que su labor como director encontraba muchos obstáculos, prestó ideas a otros talentos, como el proyecto de El tercer hombre (1949), que en parte cedió a Carol Reed. Por el camino se quedaba El cuarto mandamiento (The Magnificient Ambersons, 1942), cuyo montaje aborta y reordena la productora. Mientras, fue un inquietante y oteliano Mr. Rochester en la adaptación de Jane Eyre, Alma rebelde (Robert Stevenson, 1943). En 1946, consigue concluir la más comercial El extraño, un relato antifascista sobre un dirigente nazi oculto en un apartado rincón de Connecticut. La idea para la escabrosa La dama de Shangai (1948), donde dirigió a su mujer, Rita Hayworth, le vino por casualidad, cuando esperaba en un aeropuerto. Vio ese título de novela barata en un quiosco y ofreció al estudio comprar los derechos. En los cincuenta filma Mr. Arkadin y una obra maestra, sobre un comisario fronterizo cuya segura intuición le lleva a amañar pruebas incriminatorias: Sed de mal (Touch of Evil, 1958). La trama principia con un largo y esmerado plano-secuencia sobre los exteriores de ambos pueblos.


Su divorcio con las productoras fue parecido al decretado décadas más tarde hacia otro realizador de espíritu libre, Sam Peckinpah, muerto, por cierto, un año antes que Welles. Es entonces cuando Orson más vagabundea por Europa, buscando mecenas, en especial por España, donde da con el productor Emiliano Piedra, quien le financia su íntimo conglomerado de Shakespeare, Campanadas a medianoche (Crimes at Midnight, 1966). Welles siempre había sabido ser un asiduo de España, por su Segunda República, los Sanfermines, los toros y los toreros. Y ha amado sobremanera a Cervantes y el Quijote, a quienes ponía a la misma altura que otra de sus obsesiones dramáticas: William Shakespeare.

El Welles que construye Richard France y que interpreta Pou, que imposta soberbiamente su voz profunda de fumador de habanos y locutor mesmérico, galvaniza a Shakespeare y a Cervantes, haciendo de su discurso una entrada y salida del Quijote, de Otelo, Macbeth y Julio César (las dos segundas, filmadas por Welles en 1952 y 1948; la última, adaptada al teatro por él en la década de los treinta). Este Orson de France y Pou se alinea con el vigor de los antiguos maestros de la pluma, con los creadores inteligentes que contaban con un público memoriado, sesudo y despierto. Ese tipo de arte filosófico que el propio Welles creaba y defendía para sus montajes, muy alejado del vacuo, simple y alimenticio producto de entretenimiento que atraía a la manada. Esa asintonía obra / éxito comercial le fue arrastrando rápidamente al fracaso y a la incomprensión. Sí, la inteligencia te lleva a quedarte solo, y a dialogar con el hombre que siempre va contigo.

Volvemos a ese vientre de ballena / estudio de grabación del cual Welles no va a salir ya. No quiere conferenciar con los eruditos universitarios, porque siempre ha odiado a los engreídos, que pretenden saberlo todo, y que critican a otros no habiendo dado obras propias a la luz del mundo. Espera a unos japoneses por si algo se puede levantar con ellos. Como están por todas partes… Desconfía de su amigo y colega David Lean, por arrastrarse mejor que él por los despachos para financiar Pasaje a la India. La obra de Lean ha sabido llegar mucho mejor que la suya al gran público: Cadenas rotas, Oliver Twist, Breve encuentro, El puente sobre el río Kwai, Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago… David Lean es un esteta que tiene la virtud de fascinar. De ahí que haya movido grandes presupuestos para sus películas, y que haya contado hasta con el respaldo del virtuoso magnate Carlo Ponti. En cambio, El proceso, adaptación de la novela de Kafka, no ha hipnotizado a nadie, y lo que se lleva rodado de Don Quijote, tampoco. ¡Habrase visto! ¡Un Quijote que se tropieza con una vespa! En la radio, entre toma y toma que la moderna técnica agiganta, Welles aguarda impaciente las llamadas de los amigos: que si comer con uno, que si cenar con otro. Que si contestar desdeñosamente a Mel, el chico de la cabina, por interrumpir la divagación de un genio... Que si ensayar con ese don versátil: la magia de Houdini plasmada hábilmente en la bola voladora que Pou hace bailar ante nuestros sorprendidos ojos. Y así mientras, durante una esmerada e intensa hora y media, para nada cansina, aparece el rey que rabió, el león solitario en el invierno de su vida, todo Welles, señoras y señores; camarero del destino, y su seguro servidor.

(France recupera a un entrañable y campechano Welles ahondando en pasajes poco conocidos de su biografía, y rescatando material inédito oculto en un estudio de radio de Los Ángeles. Su osada originalidad lleva, por ejemplo, a descubrir a los espectadores que el nombre de Rosebud –el humilde trineo infantil de Ciudadano Kane—tenía un significado fetiche para Hearst, el cual lo utilizaba en la intimidad para referirse a los genitales de su señora).

martes, 16 de noviembre de 2010

La verdadera FIESTA NACIONAL.


En España, en la segunda mitad del siglo XX, la verdadera Fiesta Nacional no ha sido el arte de Domingo Ortega, de Marcial Lalanda o de Antonio Bienvenida –que acaso también--, sino aguardar ansiosamente el estreno de una película de Luis García Berlanga. Su genio era hacer humorismo crítico de la intrahistoria, del español común de clase media-baja que camina, en el día a día, sin rumbo fijo, pero que, aun así, procura ser feliz, contentarse con lo que tiene, pues al fin y al cabo es beatíficamente bueno y honrado.

Berlanga ha sido el Frank Capra español. Insufló aires de optimismo en los difíciles años de la posguerra y de la ansiada recuperación económica. La soberbia pluma de Rafael Azcona, aliada del maestro de cineastas, inmortalizó como nadie los cómicos y chispeantes esbozos del tranvía, el consistorio y la taberna de provincias, la escuela, las cocinas de los palacetes, y los microcomedores de las barriadas obreras. Berlanga tuvo, además, la gran suerte de poder contar con un elenco de actores de primer orden, como nunca ha dado el cine español a tamaño natural: José Isbert, José Luis López Vázquez, José Luis Ozores, Manolo Morán, Juan Calvo, Manuel Alexandre, Elvira Quintillá, María Luisa Ponte, Julia Caba Alba, Luis Escobar, José Sazatornil “Saza”, y un largo etcétera de secundarios de valía. Ellos aportaban frescura, espontaneidad y naturalidad a sus personajes, convirtiendo el objetivo de la cámara de Berlanga en una ventanita abierta a los hogares de muchos compatriotas.

La vida de toda la vida, sencilla, sana y auténtica, de nuestra idiosincrasia mediterránea había de ser localizada en los pueblos. En esas aldeas donde nunca pasa nada, pero pasa de todo, y que, cuando realmente pasa “algo”, si es para mal, se hace siempre borrón y cuenta nueva. Donde la comitiva de benefactores norteamericanos ni se detiene y solo deja “millonarios de ilusiones”. Donde se rivaliza con el pueblo de al lado por tirar los mejores cohetes. Donde se fabrica un santo milagrero que al final aparece para dar a entender que los verdaderos milagros son posibles si se cree en ellos. Los pueblerinos de Berlanga son inocentes como niños, pues de ellos está colmado el Reino de los Cielos. Puros y juguetones como eran los buenos vecinos de Vive como quieras o de ¡Qué bello es vivir! Lo rural de Berlanga tuvo imitadores, algunos, afortunados, como el famoso episodio culminativo de Historias de la radio (1955), con el ex futbolista metido a maestro de escuela de Horcajo de la Sierra, a quien se insta a participar en un concurso para salvar a un niño enfermo, y que fue firmado por José Luis Sáenz de Heredia. Este episodio constituye una joyita, una pieza maestra de nuestro cine nacional.

Pero la trastienda de las películas de Berlanga está llena de otras argucias emboscadas, y mucho menos timoratas: el “Ponga un pobre en su mesa, porque en Navidad todos somos hermanos”, de la distinguida Plácido (1961), esconde el egoísmo disfrazado de falsa olla caritativa; en unas cuantas horas, sus protagonistas se dan codazos para tirar con sus propios intereses, olvidándose del incómodo necesitado. En El verdugo (1963) –para mí, y para Javier Fesser, su mejor obra—los medios están al servicio del fin: si hay que agarrotar para conseguir una vivienda, pues qué se le va a hacer, se agarrota y santas pascuas, porque, al fin y al cabo, “el condenado no puede esperar”. El humor negro de Alfonso Paso, la lógica del absurdo de Mihura y Jardiel, y el retranqueo de La Codorniz se amparan en el enfisema de la cruda realidad del cine de Azcona y Berlanga.

“Mi cine es la historia de un fracaso”, ha dejado dicho. Perfeccionista hasta la saciedad, siempre le salió una película distinta a la que pretendía. Trabajaba mucho con los figurantes, y repetía a menudo las tomas, porque creía que la clave de las secuencias descansaba en aquellos, en su “atmósfera” y ambientación.

Posiblemente la rúbrica de su arte se halle en esos largos planos-secuencia donde se agolpa una tómbola de personajes yendo a su bola y hablando de mil cosas distintas. Un galimatías, un cajón de sastre, una charanga gaditana, una rifa, la zapatería de Los Guerrilleros metida en encuadre, y sin embargo, azarosamente comprensible. Plácido vuelve a ser un notable ejemplo de este sonoro artificio, fresco y friso de la lucha por la palabra.


  • Biopic: Luis García Berlanga (Valencia, 1921-Madrid, 13-11-2010) era hijo de familia republicana metida en política. Su padre había sido Gobernador civil de Valencia. Fugado del Frente Popular por amenazas de su propia gente, buscó en vano refugio en el bando sublevado. Se le condenó a muerte y entonces su hijo Luis optó por alistarse en la División Azul para tratar de evitar la ejecución de la pena. En Rusia no disparó un solo tiro, pero sufrió temperaturas de 45º bajo cero, y vio morir a uno de sus mejores amigos. El dinero de la familia –el “estraperlo de la muerte”-- fue el que libró al condenado del patíbulo, que obtuvo la conmutación en 1952, aunque murió seis meses después en prisión. Luis comenzó estudios de Derecho y Filosofía y Letras, que abandonó pronto para venirse a la capital y cursar cinematografía en su Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas. Más tarde, se convertiría en profesor de la escuela y estrecharía lazos con otro gran talento, Juan Antonio Bardem. Codirigió con él su primer largometraje, Esa pareja feliz (1951). Poco después, en 1959, conoció al guionista-fetiche de sus más aceradas obras, Rafael Azcona. Ese año filma el corto Se vende un tranvía, con guión de su nuevo amigo y camarada. Azcona aportó cierta esperanza de regeneración moral, ciertas dosis de ternura cómplice, así como un mayor acabado de los caracteres. La negritud esperpéntico-quevedesca de El verdugo, aclamada en el exterior, fue vilipendiada por antiespañola por el régimen del general Franco, quien, sentado en la presidencia del Consejo de Ministros, espetó un hooveriano: “Ya sé que Berlanga no es un comunista; es algo peor, es un mal español”. La idea para el guión de El verdugo le surgió a Berlanga al enterarse de que el ejecutor de Pilar Prades, la envenenadora de Valencia, había sufrido un ataque de ansiedad antes de agarrotarla; el susodicho funcionario ya vagaba muy curtido en esas lides del ingrato tornillo, pero a la vista de los lloros y súplicas de la rea, se vino abajo, como todos los presentes, como da a entender el documental Queridísimos verdugos (1973), de Basilio Martín Patino. Berlanga fue fundador y director de la Filmoteca Española, y recibió diversos galardones, entre ellos un Goya (por la disparatada comedia Todos a la cárcel, 1993), el Premio Príncipe de Asturias, y el Nacional de Cinematografía. Su último largometraje es París-Tombuctú (1999) y su último corto El sueño de la maestra. Ha dirigido, para Tusquets Editores, la colección de relatos eróticos La sonrisa vertical, promocionando traducciones al castellano de Sade, Cleland, Sacher-Masoch, Bataille, y otros autores. El Alzhéimer ha construido, finalmente, con infinita paciencia, las Memorias de un desmemoriado genio. Berlanga, que ha muerto tranquilo y con cara de dormido al decir de uno de sus hijos, parece que se ha ido, pero no es cierto, a la edad de 89 años. Como todo el mundo, no quería morirse: “El dolor me jode, pero morirme me jode más”.

  • CINEMATOGRAFÍA ESENCIAL:
  • Esa pareja feliz (1951)
  • Bienvenido Míster Marshall (1953)
  • Los jueves, milagro (1957)
  • Plácido (1961)
  • El verdugo (1963)
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  • Tamaño natural (1974)
  • La escopeta nacional (1978)
  • Patrimonio nacional (1980)
  • La vaquilla (1985)
  • París-Tombuctú (1999)