Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

sábado, 20 de noviembre de 2010

El nuevo Jonás.

Hasta el 14 de noviembre de este 2010, se tuvo la oportunidad de asistir a una de las piezas de teatro más interesantes y sustanciosas de la temporada madrileña. Me refiero a la escenificación, por parte de un grande José María Pou, de Su seguro servidor, Orson Welles, original de Richard France, en versión y dirección de Esteve Riambau. Fue en el Teatro Bellas Artes, esa sala clásica que garantiza, de cuando en cuando, esquerzos de la mejor dramaturgia. Un espacio donde vi triunfar, en 1986, al inigualable José María Rodero en Enrique IV, de Luigi Pirandello, bajo la sabia dirección de José Tamayo, el maestro que inauguró el local el 17 de noviembre de 1961 con una representación de Divinas palabras, de Valle-Inclán. Después fueron muchos los éxitos antológicos que se prodigaron en el Bellas Artes, la mayoría también supervisados por Tamayo: La dama del Alba (1962), Calígula (1963), El caballero de las espuelas de oro (1964), La Celestina (1965; el mejor montaje jamás realizado), Madre Coraje (1966), El tragaluz (1968), Luces de bohemia (1971), La detonación (1977), La gaviota (1981), Casa de muñecas (1983), La herida del tiempo (1984), La muerte de un viajante (1985), Bajarse al moro (1985)… De los últimos, La cena, con Flotats y Carmelo Gómez. Muchos han sido los actores que se han subido a sus tablas; aparte del asiduo Rodero, un largo etcétera: Carlos Lemos, Juan Diego, Antonio Garisa, José Luis López Vázquez, José Vivó, Lola Herrera, Carmen Bernardos, Elvira Quintillá, Agustín González…

Ahora el Bellas Artes se ha convertido en un estudio de grabación donde pide asilo un septuagenario genio de las ondas, el teatro y la cinematografía: Orson Welles (1915-1985). Welles medita consigo mismo, con el público y con el chaval que graba y pule sus anuncios para la radio sobre su vida profesional. No ha acabado su personalísimo Don Quijote (1957-1975-19XX), y aguarda impaciente una llamada salvadora del titán de Hollywood, Steven Spielberg, que le devuelva a la dirección para rodar los pocos metros con que ultimar su testamento. Ni qué decir tiene que la llamada no se produce, y que Jonás no es rescatado del vientre de la ballena por el dios Spielberg. Welles debe permanecer en ese estudio de grabación de Los Ángeles y poner voz a reclamos publicitarios. Entre pausa y pausa, aprovecha para desgranar su trayectoria. La vida de algunas personas es un círculo vicioso. Huérfano de padres, estudia pintura y se matricula en Harvard, pero abandona un academicismo insoportable para huir a París y aprender trucos de magia con Houdini. El joven genio se hizo en la radio, imitando voces de animales y leyendo anuncios. Pluriempleado, acudía a los trabajos sin tiempo para dormir, atravesando la ciudad en una ambulancia. Más tarde fundó su propia compañía teatral, la Mercury Theatre, con la que monta en la radio su famoso reportaje ficticio La guerra de los mundos, que conmocionó a América al no advertir a los oyentes sobrevenidos de la irrealidad novelesca de la presunta invasión marciana. Con sus fieles compañeros de la Mercury, entre quienes se encontraban Joseph Cotten, Agnes Moorehead, Paul Stewart y Everett Sloane, filma la diatriba contra el magnate de la prensa William Randolph Hearst, Ciudadano Kane (RKO, 1941), universalmente reconocida como la mejor película de la Historia del Cine. Una visión poliédrica y picassiana de la dominante personalidad de Hearst-Kane, con múltiples picados y contrapicados de sus mansiones, sus allegados, sus empleados y conocidos. Pero Hearst-Kane se vengará del irreverente realizador, convirtiendo en estigma una de sus gracias favoritas ante los reporteros: “—Señor Kane, ¿cómo ha encontrado sus negocios en Europa? --¿Que cómo los he encontrado? ¡Pues con mucha dificultad! (Risas)”. Y, en efecto, iba a ser con extraordinaria dificultad de financiación como iba a desarrollar sus futuros proyectos cinematográficos un Welles demasiado profundo, demasiado leído e intelectual. Un Orson tal vez aclamado por la crítica seria, pero denostado e incomprendido por el público y por los propietarios de los grandes estudios. La gente no codiciaba sus estrenos, y los productores recelaban a la hora de confiarle su dinero para hacer en América obras demasiado personales que sólo se hacían en Europa (expresionismo, neorrealismo, Nouvelle Vague). Su RKO querida se hundió pronto, y Welles quedó convertido en un Juan Sin Tierra. Visto que su labor como director encontraba muchos obstáculos, prestó ideas a otros talentos, como el proyecto de El tercer hombre (1949), que en parte cedió a Carol Reed. Por el camino se quedaba El cuarto mandamiento (The Magnificient Ambersons, 1942), cuyo montaje aborta y reordena la productora. Mientras, fue un inquietante y oteliano Mr. Rochester en la adaptación de Jane Eyre, Alma rebelde (Robert Stevenson, 1943). En 1946, consigue concluir la más comercial El extraño, un relato antifascista sobre un dirigente nazi oculto en un apartado rincón de Connecticut. La idea para la escabrosa La dama de Shangai (1948), donde dirigió a su mujer, Rita Hayworth, le vino por casualidad, cuando esperaba en un aeropuerto. Vio ese título de novela barata en un quiosco y ofreció al estudio comprar los derechos. En los cincuenta filma Mr. Arkadin y una obra maestra, sobre un comisario fronterizo cuya segura intuición le lleva a amañar pruebas incriminatorias: Sed de mal (Touch of Evil, 1958). La trama principia con un largo y esmerado plano-secuencia sobre los exteriores de ambos pueblos.


Su divorcio con las productoras fue parecido al decretado décadas más tarde hacia otro realizador de espíritu libre, Sam Peckinpah, muerto, por cierto, un año antes que Welles. Es entonces cuando Orson más vagabundea por Europa, buscando mecenas, en especial por España, donde da con el productor Emiliano Piedra, quien le financia su íntimo conglomerado de Shakespeare, Campanadas a medianoche (Crimes at Midnight, 1966). Welles siempre había sabido ser un asiduo de España, por su Segunda República, los Sanfermines, los toros y los toreros. Y ha amado sobremanera a Cervantes y el Quijote, a quienes ponía a la misma altura que otra de sus obsesiones dramáticas: William Shakespeare.

El Welles que construye Richard France y que interpreta Pou, que imposta soberbiamente su voz profunda de fumador de habanos y locutor mesmérico, galvaniza a Shakespeare y a Cervantes, haciendo de su discurso una entrada y salida del Quijote, de Otelo, Macbeth y Julio César (las dos segundas, filmadas por Welles en 1952 y 1948; la última, adaptada al teatro por él en la década de los treinta). Este Orson de France y Pou se alinea con el vigor de los antiguos maestros de la pluma, con los creadores inteligentes que contaban con un público memoriado, sesudo y despierto. Ese tipo de arte filosófico que el propio Welles creaba y defendía para sus montajes, muy alejado del vacuo, simple y alimenticio producto de entretenimiento que atraía a la manada. Esa asintonía obra / éxito comercial le fue arrastrando rápidamente al fracaso y a la incomprensión. Sí, la inteligencia te lleva a quedarte solo, y a dialogar con el hombre que siempre va contigo.

Volvemos a ese vientre de ballena / estudio de grabación del cual Welles no va a salir ya. No quiere conferenciar con los eruditos universitarios, porque siempre ha odiado a los engreídos, que pretenden saberlo todo, y que critican a otros no habiendo dado obras propias a la luz del mundo. Espera a unos japoneses por si algo se puede levantar con ellos. Como están por todas partes… Desconfía de su amigo y colega David Lean, por arrastrarse mejor que él por los despachos para financiar Pasaje a la India. La obra de Lean ha sabido llegar mucho mejor que la suya al gran público: Cadenas rotas, Oliver Twist, Breve encuentro, El puente sobre el río Kwai, Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago… David Lean es un esteta que tiene la virtud de fascinar. De ahí que haya movido grandes presupuestos para sus películas, y que haya contado hasta con el respaldo del virtuoso magnate Carlo Ponti. En cambio, El proceso, adaptación de la novela de Kafka, no ha hipnotizado a nadie, y lo que se lleva rodado de Don Quijote, tampoco. ¡Habrase visto! ¡Un Quijote que se tropieza con una vespa! En la radio, entre toma y toma que la moderna técnica agiganta, Welles aguarda impaciente las llamadas de los amigos: que si comer con uno, que si cenar con otro. Que si contestar desdeñosamente a Mel, el chico de la cabina, por interrumpir la divagación de un genio... Que si ensayar con ese don versátil: la magia de Houdini plasmada hábilmente en la bola voladora que Pou hace bailar ante nuestros sorprendidos ojos. Y así mientras, durante una esmerada e intensa hora y media, para nada cansina, aparece el rey que rabió, el león solitario en el invierno de su vida, todo Welles, señoras y señores; camarero del destino, y su seguro servidor.

(France recupera a un entrañable y campechano Welles ahondando en pasajes poco conocidos de su biografía, y rescatando material inédito oculto en un estudio de radio de Los Ángeles. Su osada originalidad lleva, por ejemplo, a descubrir a los espectadores que el nombre de Rosebud –el humilde trineo infantil de Ciudadano Kane—tenía un significado fetiche para Hearst, el cual lo utilizaba en la intimidad para referirse a los genitales de su señora).

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